Silencio
ALEJANDRO V. GARCÍASi uno tuviera en sus manos la potestad de modificar el curso del sol, suspendería el atardecer que se ve desde los miradores del Albaicín hasta que se hiciera el silencio. Para los forasteros, colgaría un cartel con cualquier excusa. Cerrado por inventario, por ejemplo. Hay demasiado ruido para contemplar con recogimiento un fenómeno tan emotivo como la declinación de las luces de Granada. Para conseguir el debido respeto y consideración hacia el crepúsculo sería menester eliminar el monolito de Clinton -verdadera piedra de escándalo-, los disparates del alcalde, Gabriel Díaz Berbel, pero también el vocerío de quienes han hecho de un trozo de mármol el problema capital de un barrio que agoniza entre el abandono, la tristeza y la contradicción. No deja de ser una paradoja mayúscula que alguno de quienes se manifestaron en contra de la fealdad del monolito mostraran su desagrado pintarrajeando en la fachada de la iglesia contigua. Quizá hubo quien empleó el tumulto para maldecir los atardeceres, pues sin ellos los días serían mucho más largos y se ahorraría energía eléctrica. El monolito está dando mucho juego, incluso para crear naturalezas surrealistas o demoniacas, quién sabe. Un vecino del Albaicín colocó encima de la placa, con mucho cuidado, un par de huevos. Quizá se trataba de un conjuro contra los pájaros o una recreación artística. Fue muy fotografiada la composición de los huevos, pero supongo que entre los huevos, el imperialismo, las pintadas y las discusiones el atardecer pasó aquel día desapercibido. ¿Cómo mitigar tantos gritos incoherentes? Tuve una aparición. Iba en el autobús, alguien me tiró de la manga y me tendió un papel. Era un viejo conocido, Bruno Alcaraz. El papel contenía todo lo que Granada sugirió en 1910 a Miguel de Unamuno, apenas un puñado de líneas: "No he escrito ni creo escribiré jamás mis impresiones de Granada. Mientras viva reposará en el lecho de mi alma, por debajo de la corriente de las impresiones huideras, aquella santa caída de tarde que a principios del dulce mes de septiembre gocé en el Albaicín, todo blanco de recuerdos. Fue como un baño en algo etéreo. Las lágrimas me subían a los ojos y no eran lágrimas de pesar ni de alegría; éranlo de plenitud de vida silenciosa y oculta". ¡Silencio!
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