Europa, impotente en el Mediterráneo
La tercera conferencia euromediterránea de ministros de Asuntos Exteriores se está celebrando estos días en un contexto radicalmente diferente al del lanzamiento del "proceso de Barcelona" en 1995. La esperanza suscitada entonces por la nueva relación entre Europa y el Sur, por un partenariado "global" que reunía, en torno a un proyecto común tripartito (vertiente política y de seguridad, vertiente económica y financiera y vertiente humana, social y cultural), a los 15 Estados miembros de la UE y los 27 socios mediterráneos, ha dado paso hoy a un verdadero desencanto. Lentitud y bloqueo obstaculizan esta cooperación, que debía ser ejemplar. Desde 1995 se han sucedido múltiples reuniones, coloquios, conferencias, sesiones de formación y de información, pero la debilidad de los resultados obtenidos provoca en ambos lados descorazonamiento y decepción.
Hay por doquier en marcha negociaciones para la instauración de la zona de libre intercambio. Pero sólo ha entrado en vigor el acuerdo de colaboración con Túnez (1 de marzo de 1998). El acuerdo con Marruecos, firmado en 1996, sigue pendiente de la ratificación de dos de los 15 Estados miembros. La colaboración acordada con la OLP es sólo temporal. El acuerdo definitivo depende de la evolución del proceso de paz. En lo que respecta a los demás países terceros, las negociaciones no han llevado a nada, pero la desigualdad en la que se sitúan (un Estado frente a 15 Estados miembros), así como la insistencia de la Unión Europea (sobre todo de Alemania y Austria) en las cuestiones de seguridad y de inmigración, despiertan desconfianza y rencor. Además, la nueva colaboración exige, de entrada, un gran esfuerzo económico a los países del Sur y éstos no obtienen ventajas sustanciales inmediatas.
Los pasados 9 y 10 de marzo, la reunión en Bruselas de especialistas gubernamentales en la transición económica ponía de relieve la urgencia de ciertas reformas: privatización real, reforma de la fiscalidad, del sector financiero e institucional, como si, desde 1995, las cosas apenas se hubieran movido. Se han logrado verdaderos avances en el ámbito macroeconómico, pero los expertos destacan también que, en algunos países, los resultados en conjunto se han deteriorado últimamente. ¿De dónde vienen estas dificultades?
En 1995, la conferencia de Barcelona lanzaba el partenariado en un contexto marcado por la esperanza de paz en Oriente Medio y en la ex Yugoslavia (acuerdos de Dayton). Pero el año 1999, que debía ser el del advenimiento de un Estado palestino, se abre con el eco del fragor de las bombas en la ex Yugoslavia y en pleno aumento de la incertidumbre y tensiones en Oriente Medio. Todo es más difícil que en 1995. Y los demás focos de crisis en el Mediterráneo no se han extinguido, ni mucho menos. Irak está sometido, sin el aval de la comunidad internacional, a continuas incursiones de castigo, con unos bombardeos que no tienen más efecto que el de agravar el calvario que sufre el pueblo iraquí desde 1991. En plenas elecciones presidenciales, Argelia vive aún bajo la amenaza de las masacres. En Turquía, la guerra larvada que libran entre sí las autoridades y la oposición kurda continúa. Está claro que la UE no puede decretar cuáles deben ser los regímenes políticos adecuados al otro lado del Mediterráneo, pero debe proponer a sus socios del Sur unas modalidades de cooperación que refuercen los Estados de derecho, desarrollen las organizaciones y las instituciones intermediarias y establezcan vínculos sociales en lugar de crear exclusión.
Si ahora que hay que fijar el importe financiero para los próximos siete años tuviéramos que extraer una lección del "proceso" de Barcelona, ésta sería que hay que volver a orientar la colaboración hacia una política de desarrollo. El modelo de los fondos estructurales debería mantenerse y extenderse a los sectores de interés común: desarrollo de las infraestructuras, política agraria euromediterránea, gestión común de los flujos migratorios, política de formación de los recursos humanos... Europa debe modificar su visión del sur del Mediterráneo; éste debe concebirse no como un conjunto de países de los que haya que desconfiar, sino como un verdadero socio para el desarrollo. Esta visión no está en contradicción con la evolución de Europa, porque, en realidad, desde mediados de los años setenta, la UE ha optado por la ampliación. Y esta orientación se ha reafirmado claramente con ocasión de la cumbre de Berlín del 24 y 25 de marzo, al fijar el presupuesto comunitario con la perspectiva de la adhesión de los países del Este. Esta Europa del futuro, cada vez más amplia, estará también, querámoslo o no, más desigualmente desarrollada. Las políticas comunes se transformarán de hecho en políticas de solidaridad para el desarrollo. Si la UE quiere ver en su flanco sur una zona de estabilidad y prosperidad -objetivo central del proceso de Barcelona- debe tratar al Sur como al Este, como a un vecino privilegiado.
Una colaboración más profunda puede contribuir a la democratización de las sociedades del Sur; no puede reducir todos los focos de crisis. Éstos son también el resultado de la impotencia política de Europa. Sin una estrategia autónoma en el Mediterráneo, sin medios para ponerla en práctica, Europa sólo puede actuar a remolque de EE UU. No es asombroso que en cada conflicto (tanto en el Mediterráneo como en Europa -Bosnia) la responsabilidad de los aspectos económico, civil o humano recae en Europa, mientras que EE UU conserva el mando sobre la dimensión militar y estratégica. ¿Habría hoy una guerra en Kosovo si los europeos hubieran sabido evitar juntos la división de la ex Yugoslavia? ¿Habría podido deshacerse EE UU tan fácilmente de la ONU en Irak, Sudán o Afganistán si Europa hubiera impuesto su voz en el seno de esta organización? El drama de Kosovo refleja esta Europa sin estrategia, sin defensa común, autónoma. Si la OTAN ha tomado, de hecho, un lugar que la comunidad internacional le discute, si el concepto mismo de comunidad internacional, basado en naciones iguales cuyas relaciones se rigen por un derecho común, se echa a perder, es porque Europa es incapaz de afirmarse de forma independiente respecto a la potencia norteamericana. EE UU, por boca de su ministra de Asuntos Exteriores, Madeleine Albright, se ha opuesto firmemente a la idea de una defensa europea fuera de la OTAN. "Lo importante", dice, "es que no se establezca una estructura que se aleje de la actual,que nosotros consideramos un modelo de alianza". ¡Lo sabemos demasiado bien! Pero ¿no significa eso que debemos, de una vez por todas, definir claramente nuestras orientaciones estratégicas en el ámbito de la defensa? En Europa hay quien considera que la OTAN debe ser el principal instrumento del orden mundial americanizado y también los que quieren que Europa exista realmente por sí misma, es decir, por el genio de sus naciones. No hay que ocultar esta divergencia, sino someterla a debate ante la opinión pública. La crisis de Kosovo demuestra claramente que la ONU ha sido dejada al margen y que EE UU, desde el momento en que interviene con la OTAN, ha querido adueñarse de todo el proceso.
La tercera conferencia euromediterránea, bajo la presidencia alemana, quiere examinar la propuesta de una "Carta de paz y estabilidad" para el Mediterráneo. Si los socios del Sur y del Norte llegan a ponerse de acuerdo sobre el texto y si éste se adopta, ¿quién garantizará su aplicación? Para que esta Carta no quede en papel mojado, para que no surjan nuevos conflictos en el Mediterráneo y hasta en el corazón de Europa, la UE debe dotarse de una política común de defensa y seguridad y de los medios autónomos para ponerla en marcha.
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