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GUERRA EN YUGOSLAVIA Los refugiados

Miles de personas vuelven a saturar la frontera con Albania

Ramón Lobo

ENVIADO ESPECIALDesde Morina, Yugoslavia se resume en una bandera tricolor, en un nombre en caracteres latinos y en una aduana techada en la que se mueven espectros armados. Ellos son la última visión de la pesadilla para los refugiados kosovares. Acabada la Pascua ortodoxa, y tras cinco días de expulsiones con cuentagotas, los cerebros serbios de la limpieza étnica han vuelto a abrir la puerta de par en par. Miles de personas, según los testimonios de los que llegan, se dirigen por carretera hacia el norte de Albania. Hay grandes columnas de civiles antes y después de Prizren, una ciudad de 70.000 habitantes situada a 20 kilómetros de la frontera. Algunos de ellos son los que se evaporaron hace una semana. Ahora, tras siete días arracimados en las montañas, comienzan a brotar en unas penosas condiciones físicas y psicológicas.

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En el lado albanés les espera la policía local, armada con un vetusto cuaderno en el que anotan el nombre del cabeza de familia y el número de personas a su cargo. Los heridos son trasladados de mala manera en descascarillados todoterrenos del Ejército de Albania. Fue el caso de Gjeva, una mujer de 70 años. Tenía un corte abierto, muy reciente, en el pie izquierdo. Dice que se lo hicieron los policías serbios al golpearle con una bayoneta. No hay en Morina una presencia permanente de la Cruz Roja ni del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). En muchos carromatos había gente magullada o con esquirlas de metralla en el cuerpo. Hasta última hora del día, ninguna organización humanitaria estableció allí un puesto de socorro permanente. Fue Médicos del Mundo Francia.

La familia de Bepin Hoxha, abrazada y en sollozos, llegó a pie. Cruzó con lentitud los 100 metros de esa tierra de nadie que separan el infierno del país más pobre de Europa. Dos de sus hijos se quedaron en Prizren. La policía serbia, que ordenó esta mañana su expulsión de la ciudad, decidió quedárselos.

Los que cruzaron Morina ayer son casi todos personas mayores, mujeres y niños. No hay varones en edad militar. Melihate llega desde la localidad de Skenderaj. "Nos quitaron a todos los hombres jóvenes, nos dijeron que los iban a conducir a una fábrica de armamento que existe cerca". Otros hombres, según testimonios de sus familias, han optado por no arriesgar la vida y por esconderse en bosques.

Los primeros en aparecer en herrumbrosos tractores de color rojo vienen de la zona de Drenica. Pal Colaj, de 69 años, dice que todos los pueblos de esa área han sido destruidos. "Las casas están quemadas, no hay nadie en la calle y el ganado vaga sin control". Todos coinciden en que hay riadas de refugiados en camino. Sheflie, de 60 años, sostiene haber visto muertos en la carretera. Es un dato en el que coinciden muchos. Ellos mismos son los encargados de darles sepultura. Son testimonios brutales, limpios. Para ellos somos los primeros periodistas que les entrevistan. Están vírgenes, sin manipular.

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A la vieja Afise, quien ni siquiera sabe su edad, le caen lagrimones de cada surco. Su nieto de cinco años se le murió entre los brazos hace un par de días. "No hacía más que pedir pan, tenía hambre y frío". Toda esta gente de Drenica lleva dos semanas vagando por Kosovo. De un pueblo a otro. De un escondite a otro. Sin comida. Sin poder lavarse. Sin apenas dormir. Llegan con las ropas malolientes y el pelo adherido a la cabeza.

Pagar el pecado ajeno

Cerca de las cuatro de la tarde, los refugiados que cruzan el paso de Morina ya no proceden de Drenica. Son de Shushica y de Prizren. Los primeros pertenecen a comunidades de aldeas que suman más de 100.000 personas. Era una de las zonas de mayor actividad guerrillera. Ahora pagan ese pecado ajeno con el destierro. Ramoz Atemaj, tocado con un gorro colorido, barba de varios días y un bigote enorme, se baja del tractor. Cuenta que la policía serbia, hace unos días, les paró y mandó descender a su nieto de 13 años, al que ejecutó sumariamente de una balazo delante de su horrorizada familia. "¿Por qué, por qué?", repite desesperado. "Lo que nos han hecho no se puede ni imaginar, no es posible encontrar un ejemplo parecido en otra parte del mundo". Ramiz, como los demás, cree que el paso de la frontera les abre un mundo mejor. Lo que no sabe es que en Kukes les espera un caos organizativo, donde miles de refugiados se hacinan en granjas, fábricas de pan olvidadas, casas particulares o cielo abierto, cubiertos por plásticos, con sus tractores como únicas viviendas. Aquí, Occidente también les ha fallado.

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