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Sátira y calumnia

Hace algún tiempo este periódico hizo una encuesta entre escritores sobre la pertinencia de la sátira literaria del tipo personal. Las opiniones se repartieron entre quienes se mostraban de acuerdo con ellas, siempre que estuvieran bien hechas, e invocaban a Góngora, Lope y Quevedo, entre otros autores que las cultivaron, y quienes, bien por el contrario, se oponían a esa clase de sátira en nombre del buen gusto. Uno cree, por su parte, que si la sátira apunta a los elementos físicos e íntimos es un anacronismo inaceptable al final del siglo XX; a la sátira moral, en cambio, no hay escritor, si lo es verdaderamente, que pueda ni deba renunciar.Pero lo que no es de recibo es el libelo, el improperio, la calumnia sin firma, que abundan por desgracia más de lo que cabría esperar. Uno creía que, con el establecimiento de un régimen de libertades, las formas, al menos en la sociedad literaria, iban a subir en calidad y dignidad, pero, sin duda, estaba equivocado. En los buzones de algunos domicilios vienen apareciendo con regularidad panfletos y libelos que deforman, zahieren y, en fin, calumnian a las personas sin ninguna restricción. Si hay que insultar, se insulta; si hay que difamar, se difama. La máxima es vieja: una vez derramada, siempre queda agua en el suelo. La dignidad y la propia estimación nada significan en esos papeluchos donde se inventa como se anda y se escupe como se habla. Oscuros resentimientos palpitan en esas tristes páginas, que juegan con la reputación personal, y no sólo literaria, de la gente, sin empacho alguno.

Lo malo es que a los agraviados no les resulta fácil defenderse. Las leyes antilibelos que en otros países de Europa funcionan con eficacia, aquí no existen, seguramente por el miedo al cacareo de los libelistas. Hace no demasiados años, un periódico acusó a los políticos de determinado partido de poseer "talante de salteadores de caminos" y el juez -la juez- archivó la querella de los ofendidos excusando la expresión empleada a causa de la vehemencia de la lucha política o algo así. Con estos precedentes, poco puede hacer el humilde literato puesto contra la pared por enmascarados delincuentes. Tengo para mí que la estrategia practicada años atrás por algunos sectores de ciertos partidos para expulsar del Gobierno a quienes entonces lo detentaban ha surtido efectos expansivos, según han acreditado otros sucesos ulteriores y oscuramente judiciales. Los delincuentes de la difamación se sienten hoy más seguros que hace 10 o 15 años y a las víctimas no les queda, al parecer, otro camino que el de mirar hacia otro lado y silbar como si nada pasara.

Estos delincuentes argumentan a favor de su conducta con la existencia de brumosas campañas literarias de exaltación de unos y persecución de otros, como si la calumnia se pudiera justificar en ningún caso. A veces inocentes o, al menos, poco expertos lectores caen en el cepo que se les pone y piden a los agraviados explicaciones por su supuesta mala conducta. Fascistas de ayer llaman fascistas a gente de limpia ejecutoria, que siempre estuvieron contra el fascismo y sus variantes; torpes escritorcetes trituran -o pretenden triturar- empresas literarias concebidas con la dignidad de los bien nacidos y bien educados; cantamañanas de aldea increpan y ofenden, con ofensas de alcantarillas, a quienes se limitan a escribir lo mejor que saben y pueden. Espíritus mutilados, están nutridos de raíces autoritarias. Esa gentecilla de las sombras no es liberal; se vale del liberalismo para sus mugrientos propósitos.

Ya se cansarán, dirán algunos, escépticos o conciliadores. No lo creo. Los calumniadores se alimentan de eso. Es el aire que les hace falta para respirar, pobres asmáticos del alma. Pero al menos hay que dejar constancia de esta delincuencia, señalar su existencia subterránea y crecida en la práctica de la ignominia. Aunque los ladrones de la fama ajena sigan delinquiendo, que seguirán, pues no saben hacer, no pueden hacer otra cosa.

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