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Justicia

LUIS MANUEL RUIZ Antes de que el suceso ilustrase los noticiarios, una amiga me lo había contado con horror luego de entreverlo en un avance de madrugada: un guardia civil había desmenuzado de un balazo el corazón de una muchacha que había burlado un control de alcoholemia. El homicidio no sucedía en Euskadi ni ninguno otro de esos lugares donde la situación de guerra encubierta hace los gatillos más sensibles, sino que había ocurrido aquí, en Dos Hermanas, lo que tornaba la información más siniestra y menos distante, como si todos hubiésemos recibido un pedazo de metralla de aquel disparo imposible. Tuve que esperar a la mañana siguiente para conocer la versión de los periódicos, que poco matizaba la escueta atrocidad que me había transmitido mi amiga, y a mediodía circularon por televisión los familiares de la chica, doliéndose como sólo se duele la gente del sur, a chorros, de una monstruosidad por la que pedían justicia con los puños en alto. Justicia. Un nombre tan manoseado y manchado de aceite del que se han dispuesto como de una servilleta tantos y tantos individuos con y sin escrúpulos no parece hoy garantía de que las cosas se aquilaten con el mínimo necesario de equidad moral, de que los malvados que torturan y asesinan acaben en prisión en vez de ocupar lujosas mansiones en la periferia de Londres o inocentes inculpados por su raza no sean asados a la parrilla de las sillas eléctricas. Hace unos siglos, Hobbes ya anunciaba, con mucho escándalo de las mentes éticamente saneadas, que las cuestiones de justicia siempre las dirimía aquel que llevaba un mosquete en los brazos contra quien sólo podía llevar un palo o las manos desnudas, y muchos más siglos atrás, algo al sur de ese lugar donde ahora bombardean familias alumbrados por la justicia, un cínico (sic) llamado Trasímaco proponía definir con ese sustantivo lisa y llanamente el criterio del más fuerte. El dictamen aparece en la República de Platón y tiene dos mil quinientos años. Nos guste o no, muchas, demasiadas veces la justicia es asunto del puro poder ejecutivo, del que maneja las porras y los revólveres y que demasiado a menudo peca por un exceso de celo justiciero. Si a eso añadimos que en ciertos casos dicho poder ejecutivo recae en sujetos que se han señalado por el orgulloso número de desmanes que puebla sus expedientes al lado de un benévolo par de apercibimientos o suspensiones de sueldo, la confianza en la justicia se nos vuelve un globo desinflado y fláccido, que no nos da para jugar. Impulsadas seguramente por el modelo yanqui, en el que el policía, siempre dispuesto a paliar desobediencias llevándose la mano a la cartuchera, va conquistando cada vez más las atribuciones de juez y jurado, las fuerzas españolas de ley y orden tendrán pronto disculpa legal para suprimir a quien no respete los puestos de control encargados de regular el tráfico o se atreva a pasear su perro sin el bozal reglamentario. No sé si habrá depuración de responsabilidades en el caso de Dos Hermanas, pero ya es lo bastante inquietante saber que una pistola se desenfunda con tanta facilidad, y que un disparo al aire puede ser de una tal precisión asesina.

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