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El escudo de los débiles

Las palabras no destruyen al diferente, al que le debemos, por cierto, nuestra amparadora diferencia, pero crean espesas nieblas por las que transita el genocidio. Las palabras no bombardean, pero evitan que se aplique la sensatez. Sobre todo cuando a las avalanchas de argumentos, consideraciones, razonamientos y sofismas se unen términos contradictorios sin afán poético alguno.Las guerras no pueden ser humanitarias. Ni las masacres justas. Ni la paz armada. La guerra comienza cuando se la declaramos a los significados. Y esa es una contienda inmensa contra nosotros mismos. Contra todos.

Dijo John F. Kennedy que, mientras el Muro de Berlín estuviera en pie, la humanidad no sería libre. Habría que aplicarnos la receta, y en muchas direcciones. Alguien se ha parado a plantear que nadie debería cobrar su sueldo hasta que todos tuviéramos un empleo. O que la libertad de expresión no será completa mientras exista la publicidad. O que la paz, la única, implica el desarme más completo, porque basta una sola víctima para que lo seamos todos.

Cuando desatan el uso de la fuerza, meten en la peor de las cárceles y someten a la peor de las torturas no ya a los cuerpos, los pueblos, su identidad y dignidad, sino también a la capacidad de razonar. Y razonamos con palabras. Por tanto, con conceptos abstractos que nos dan la imagen, interpretación y valoración de nosotros mismos y del mundo en el que estamos.

Matar es un lenguaje, inequívoco, sin doblez, directo, irreversible. Es como una ley de la Física, acaso la más inexorable, la que mantiene que todo va a peor de acuerdo con la termodinámica. Matar es verdad. Hablar es mentira, sobre todo ahora cuando las palabras no significan lo que dicen.

La degradación, por tanto, se acrecienta y compete a todos. Por eso lo peor de lo que está sucediendo es que es lo peor ya en sí mismo. Que no habrá solución suficiente hasta que el tiempo, mucho tiempo, no borre las secuelas del delirio serbio.

Pero no olvidemos que la exclusión y la violencia étnica están en California, Ceuta y Melilla o en el Tíbet . Y esto sucede, entre otros motivos, porque la opulencia se logra ya con poca población y escaso territorio, novedad histórica poco estudiada.

Por eso los desamparados, que han de ser muchos para ser un poco en este mundo, son un peligro. Libre circulación de mercancías, sí. Libre circulación de personas, no. De ideas poco, o, al menos con una imponente desigualdad de oportunidades. No hay país sin su Kosovo interno. De ahí que sigan intensificándose las masacres, que siempre se ejercen sobre los más pobres. De ahí las expulsiones y rapiñas. De ahí los términos del discurso, corrompidos en su base.

No son la misma cosa, pero ambas violencias sí tienen en común que prefieren incendiar el exterior a ellos mismos que arreglar con seriedad el interior. En el pensamiento ecológico hace ya mucho tiempo que se detectó que toda devastación se corresponde milimétricamente con otra mucho más vasta, que es interior. Guerrean por incapacidad de hacer las paces con ellos mismos. Menos aún con los distintos, con los otros. Porque no han aprendido a reconocer que las diferencias culturales, étnicas, lingüísticas y religiosas son el principal antídoto contra nuestra inmensa capacidad de destrucción.

La paz es patrimonio del humanismo y, en no poca medida, del pensamiento progresista de todos los tiempos. Pero más cuando cabe usarla para alcanzar la paz. El pensamiento más constructivo es el que considera que no hay mejor resolución que caminar doblemente desarmados. La paz es, y será siempre, el único escudo de los más débiles. La única fuerza realmente ética. Por eso nos sentimos, algunos, tan orgullosos de nuestra propia fragilidad, que es la condición más necesaria para toda convivencia en la diversidad. La ética ecológica comienza por tener miedo al propio poder antes que al de los otros.

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