¿Sirve para algo la ONU?
La ONU ha vuelto a estar en fuera de juego. En el plazo de apenas tres meses las Naciones Unidas han quedado al margen de dos conflictos de primera magnitud. En diciembre, EE UU y el Reino Unido decidieron atacar Irak sin informar al Consejo de Seguridad. Ahora ha ocurrido lo propio con el ataque de la OTAN a Yugoslavia. Es evidente que la ONU está pasando por uno de sus peores momentos. Resulta por ello legítimo preguntarse si realmente merece la pena seguir manteniendo, en el momento actual, una organización de esta índole.La creación de la ONU constituyó un evidente avance con respecto a la situación anterior del mundo. La Carta constitutiva de 1945 fue realmente innovadora en su tiempo y ha influido de modo muy positivo en muchos aspectos a lo largo de todos estos años. La creación de un foro internacional en el que todos los Estados son formalmente iguales, al menos en ciertos aspectos, ha aportado consecuencias beneficiosas para el desarrollo de muchos países y para el progresivo asentamiento de un sentimiento en favor de la búsqueda de soluciones de consenso para la resolución de los problemas internacionales. El hecho de que, contra todo pronóstico, haya logrado sobrevivir durante más de medio siglo constituye una buena muestra del acierto intrínseco que supuso su creación.
Ahora bien, la ONU de 1945 no se corresponde en absoluto con la realidad internacional de finales de siglo. Las recientes crisis (Irak, Somalia, Bosnia, Ruanda, Kosovo, etc...) y el nada digno papel jugado en ellas por las Naciones Unidas constituyen una buena demostración del profundo grado de divorcio existente entre la realidad y las estructuras formales.
El destino político de la ONU y de otras instancias jurídicas internacionales del presente siglo se caracteriza así, por una paradoja de fracaso-éxito. Son instancias que tienen éxito en la medida en que no actúan; en cambio, fracasan cuando intervienen en la práctica. Y es que el argumento a favor del carácter irrenunciable de un sistema jurídico internacional queda contradicho por la experiencia desengañadora de los Estados defendiendo milímetro a milímetro su soberanía residual, una soberanía que mantienen tanto más duramente cuanto menos hay por defender y cuanto más hay por ganar al unificarse.
El fracaso de la ONU es consustancial al propio modelo diseñado en su carta constitutiva. La carta anulaba de hecho su capacidad para actuar como un ente autónomo frente a las presiones de los Estados. Esta dependencia con respecto a los Estados quedó, además, reforzada por el sistema financiero diseñado para su funcionamiento económico. El resultado de todo ello es que, en el momento actual, la actividad de la ONU se halla completamente condicionada por la soberanía de los Estados.
La adecuación de la ONU a la actual realidad internacional implica la necesidad de que los diversos Estados renuncien a imponer su propia fuerza en favor de un sistema de seguridad colectivo capaz de proteger a los débiles frente a los poderosos y de responder de forma rápida a los actos que perturban la paz mundial. Para ello, la ONU necesita un mayor poder y una mayor autoridad a fin de poder ejercer sobre los Estados un doble control. De una parte, un control político del Consejo de Seguridad por parte de la Asamblea General; de la otra, un control jurisdiccional de las decisiones de ese mismo Consejo de Seguridad por parte de un Tribunal Internacional de Justicia realmente decisorio y no meramente consultivo.
Para ello resulta imprescindible la puesta en marcha de una reforma en profundidad de todo el sistema diseñado en la Carta de 1945. Son fundamentalmente tres los ámbitos en los que debería incidir la misma. Algunos de estos cambios, nada baladíes, podrían llevarse a cabo de forma inmediata sin necesidad de proceder a una reforma formal de la Carta. Valga como ejemplo el funcionamiento del Consejo de Seguridad. El artículo 24.2 de la Carta obliga al Consejo de Seguridad a proceder de acuerdo con "los propósitos y principios de las Naciones Unidas". Esta disposición nos remite al artículo 1.1 de la misma Carta en el que se establece que las Naciones Unidas deben actuar "de conformidad con los principios de la justicia y del derecho internacional". Pues bien, una interpretación adecuada de ambos preceptos podría llevar perfectamente a la consideración de que la actividad del Consejo de Seguridad debe ajustarse, obligatoriamente, a los principios de derecho internacional. Ello supondría la obligación por parte del Consejo de Seguridad de respetar tanto la Carta como el derecho internacional.
Un segundo ámbito en el que parece imprescindible la adopción de reformas es el relativo al control jurisdiccional de los actos internacionales y, más concretamente, al reforzamiento del Tribunal Internacional de Justicia de La Haya. Su competencia no debería quedar limitada por la necesidad del consentimiento previo entre los Estados, sino que debería ser impuesta obligatoria y automáticamente. Además, habría que otorgar carácter obligatorio a sus sentencias. Por otra parte, resulta necesaria la ampliación de sus competencias otorgándole jurisdicción para resolver los conflictos que se planteen entre los individuos y sus Gobiernos. Por último, y en esa misma línea, resulta urgente la puesta en marcha efectiva del Tribunal Penal de Justicia Internacional aprobado en Roma.
Kelsen, uno de los principales inspiradores de la Carta de la ONU, estaba convencido, erróneamente, de que la creación de una institucion judicial internacional constituiría el primer paso para la consecución de un orden político mundial. Quizá no tuvo en cuenta la crucial diferencia existente entre un ordenamiento nacional dotado de un poder ejecutivo fuerte y un ordenamiento internacional carente del mismo. En tal sentido, el Tribunal Internacional de Justicia ha venido a reflejar una visión "estatista" del orden internacional, y esa visión le ha impedido actuar adecuadamente a lo largo de estos 50 años. Los únicos y escasos avances se han producido, en estos últimos años, a través de la creación de los Tribunales Penales Internacionales especiales para la persecución de las violaciones del derecho humanitario en Ruanda y la exYugoslavia, y más recientemente el Tribunal de Roma.
Por ello, el control judicial de los actos internacionales resulta en sí mismo insuficiente. Junto al mismo resulta cada vez más urgente e imprescindible la puesta en marcha de un conjunto de reformas institucionales. Cabría distinguir, a tal respecto, entre reformas a corto y largo plazo. Entre las primeras destacarían: la reforma del Consejo de Seguridad, la creación de una segunda cámara, el desarrollo de una regionalización política a través de organismos como la Unión Europea y similares, el otorgamiento al Tribunal Internacional de Justicia de competencias obligatorias, el establecimiento de un Tribunal Penal Internacional, la creación de una agencia económica coordinadora a nivel global y regional y el establecimiento de una fuerza militar internacional efectiva y responsable. Entre las reformas a largo plazo cabría señalar: la redacción de una nueva Carta adecuada al nuevo orden internacional, la creación de un Parlamento global o la separación entre los intereses políticos y económicos.
La ONU puede seguir jugando todavía un importante papel en favor del desarrollo de la paz y de la resolución de conflictos, otorgando un tratamiento global a los principales problemas internacionales, y actuando como un foro neutral a fin de que los diversos protagonistas de los conflictos lleven a cabo sus discusiones y negociaciones. Sólo de ese modo podría afrontar con decisión los principales desafíos del momento como son: la multiplicación de los conflictos armados o el recurso, cada vez más frecuente, a la violencia; la creciente desigualdad económica e injusticia social; los desequilibrios provocados por la explosión demográfica del sur, o las agresiones continuas al equilibrio medioambiental.
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