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Liderazgo

Si la pasada semana el presidente del Gobierno se alivió en su comparecencia ante el Congreso al lidiar el debate sobre la participación española en el conflicto de Yugoslavia, anteayer se refugió descaradamente dentro del burladero al dirigirse a la opinión pública en un simulacro de rueda de prensa. Hace ocho días, el taimado recurso del Ejecutivo a una sesión informativa de la Cámara privó del turno de réplica a los portavoces de la oposición, forzados de añadidura a mezclar en sus intervenciones los bombardeos de la OTAN y la cumbre de Berlín de la Unión Europea. Pero Aznar batió el pasado lunes todas las marcas imaginables para eludir su obligación de contestar a las preguntas incómodas y comprometedoras en torno al conflicto; en su tardía comparecencia ante los periodistas acreditados en el Palacio de la Moncloa, reducidos a la condición de invitados de piedra sin derecho a interrogar al anfitrión, la breve, pobre y deshuesada intervención del presidente del Gobierno no aclaró ninguna de las cuestiones que siguen preocupando a la opinión pública.La comparecencia de ayer en el Congreso de los ministros de Asuntos Exteriores y de Defensa parece orientada igualmente a tapar al presidente Aznar y a descargarle de su deber de explicar al Parlamento, en un pleno monográfico que ofrezca a los diputados la oportunidad de repreguntar sobre cuestiones insuficientemente respondidas en el primer turno de réplica, la posición del Gobierno español. A nadie en su sano juicio se le pasaría por la cabeza reclamar de Aznar la retórica épica y la capacidad comunicativa de Churchill en 1939 o De Gaulle en 1940; los ciudadanos españoles tienen derecho, sin embargo, a exigir que su presidente se comporte como los jefes de Ejecutivo de los demás países de la OTAN. De otra forma, cabría atribuirle la estrategia ventajista de aguardar a ver cómo caen los dados: si la operación saliese mal, las responsabilidades se distribuirían entre todos los socios y se personificarían en Javier Solana; de resultar un éxito, Aznar, corcho encima de la ola, simularía ser el príncipe de las mareas.

Hace tiempo que los términos carisma y liderazgo abandonaron los tranquilos claustros académicos para incorporarse al vocabulario de combate de los políticos profesionales. Con el recuerdo de Max Weber al fondo, el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) define el carisma no sólo como un don gratuito concedido por Dios, sino también -por extensión- como "el don que tienen algunas personas de atraer o seducir por su presencia o palabra". Con tanta modestia como buen sentido, Aznar renunció de antemano, siendo jefe de la oposición, a la blanca mano de los dones carismáticos y optó por aparecer ante la opinión pública como el hombre normal y corriente -laborioso, competente y razonable- al que confían habitualmente las riendas del Gobierno los ciudadanos moderados de los países de democracia consolidada. Sin embargo, a nadie le amarga un dulce: una vez instalado en el Palacio de la Moncloa, Aznar lee y escucha complacido las adulaciones de los políticos y publicistas que juran eterna devotio iberica a su caudillaje.

Sean o no carismáticos por su palmito o por su verbo, a los presidentes de Gobierno democrático se les debe exigir que afronten con responsabilidad las situaciones de crisis, que den cuenta al Parlamento de sus decisiones y que informen a la opinión pública. Ésa es la función del liderazgo, definido por el DRAE como el ejercicio de las actividades que corresponden al "director, jefe o conductor de un partido político, de un grupo social o de otra colectividad". Seguramente Aznar leyó en su juventud If, el célebre poema de Rudyard Kipling que tanto influyó en la formación moral de los jóvenes cachorros del imperialismo británico; una vez situados entre paréntesis los arrogantes valores clasistas e individualistas de la época, su mensaje todavía puede resultar parcialmente aprovechable a quienes pretenden ejercer el liderazgo democrático en medio de la confusión, las dudas, los temores y las mentiras propias de una situación de crisis.

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