Nacionalismos y anacronismos
Crece imparable el proceso de balcanización de los Balcanes disparado a partir de 1989. El presidente yugoslavo, Slobodan Milosevic, promueve la tercera o cuarta guerra de agresión étnica y la Alianza Atlántica reacciona decidida a proteger, por ahora sólo desde el aire, a los más vulnerables, en este caso a los kosovares. El éxodo de decenas de miles de habitantes de Kosovo, obligados a dejarlo todo para salvar la vida, desfila cada día, a cada hora, por nuestro cuarto de estar gracias a las televisiones. Todos los canales compiten, como si de un deporte se tratara, en acercarnos a las víctimas de todas las denominaciones de origen, en inundarnos de información mientras nos dejan, como en los desbordamientos fluviales y demás catástrofes meteorológicas, con el agua insalubre al cuello y sin el vaso de agua potable de la información inteligible.Así que, como explicaba el profesor Vicente Cacho Viú, recientemente desaparecido, la presencia inquietante en la vida europea de nacionalismos agresivos, carentes de convicción democrática, está contribuyendo a concitar su descalificación indiscriminada. Incluso entre los historiadores instalados en un horizonte liberal cunde esa descalificación que durante décadas era predominante en el tratamiento aplicado por la historiografía marxista al nacionalismo. Para los historiadores de ese cuño el nacionalismo era "un hecho defectivo, hijo de intereses sectoriales, que hacían de él una ideología a extinguir una vez se hubiera impuesto, en esa determinada comunidad histórica, la justicia distributiva" tras el triunfo inexorable del socialismo científico (véase Cacho Viú, El nacionalismo catalán como factor de modernización, publicado por Quaderns Crema, SA, en coedición con los Amigos de la Residencia de Estudiantes, Barcelona, 1998). En cuanto a los liberales, ya procedan del ámbito académico de la historia o sean afines al mundo de la práctica política, han convertido la crítica acerba al nacionalismo en una de sus señas de identidad. Además, desde otros ángulos, el fenómeno es visto en términos regresivos, desestabilizadores del statu quo territorial entre Estados.
Nuestro autor traza una certera caracterización del paleo-nacionalismo español en clave de unitarismo: "Unidad de creencias y, en consecuencia, inseparabilidad de la Iglesia y del Trono; unidad territorial de España y sus habitantes, traducida en una cuasi-mística centralista y uniformizante; y unidad de lengua, que exige la hegemonía absoluta del castellano como único idioma español". Pero si donde dice Trono dijera PNV; donde dice España, Euskalherría, y si en lugar de la hegemonía del castellano figurase la del euskera tendríamos una definición muy aproximada del actual nacionalismo vasco. O sea, que estamos en las mismas. Buena prueba es el documento despachado por el Euskadi Buru Batzar el 31 de marzo, en vísperas del Aberri Eguna. En su primera página informaba El Correo de este texto donde el partido de Arzalluz hablaba de un país destrozado en su ser íntimo por el franquismo, asolado por la crisis económica y difamado por la divulgación sesgada de los lamentables actos de terror que padeció durante 40 años. Es decir, se hablaba de España. EL PAÍS, al informar de ese documento, destacaba la preocupación que al PNV le causa el deterioro de la Constitución y la burla al Estatuto... mientras el Estado de derecho, en vez de perfeccionarse con la práctica democrática, está degenerando más y más cada día. Así que si las preocupaciones básicas del PNV son la vigencia de la Constitución, del Estatuto y del Estado de derecho su coincidencia con las formaciones constitucionales es plena. Y esa concordancia presagia el mejor entendimiento.
Por eso la equiparación en el texto de referencia de Euskadi con el Kurdistán, Kosovo y Estonia resulta incomprensible. En Euskadi los masacrados en su ser por la inaudita pretensión de ser ellos mismos son los miembros del PP y el PSOE y habría sido preferible que, en vez de concluir que la voluntad de un pueblo acaba imponiéndose, hubieran afirmado que la voluntad de los electores acaba prevaleciendo. Eso sí, coincidamos en que sería un anacronismo equiparar nacionalismos como el vasco, descrito en las líneas anteriores, o el catalán con los violentos que han proliferado en la vida europea, del mismo modo que resultaría injusto ignorar el papel modernizador que en más de una ocasión han desempeñado, y esperemos que sigan desempeñando -como escribe Cacho Viú a propósito del catalán- en el conjunto de España.
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