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Educación, igualdad y ciudadanía [HH] EULÀLIA VINTRÓ I CASTELLS

En el umbral del siglo XXI, nuestra ciudad parece haber alcanzado niveles de estabilidad y riqueza sin precedentes, en el ámbito de una economía y de un espacio cultural cada vez más globalizados. El dinamismo económico generado por la denominada sociedad de la información y del conocimiento está modificando las estructuras sociales y permite a una parte sustancial de la población encarar el futuro con una mayor seguridad. Por desgracia, esta misma dinámica social y económica se produce en un contexto de fuertes desequilibrios en el que se reproducen e incluso se amplían las desigualdades que excluyen a sectores sociales y grupos de edad muy nutridos. En buena medida, cuando hablamos de desigualdades nos estamos refiriendo a desigualdades en relación con el acceso al conocimiento y al uso de la información, que constituyen de manera creciente factores de creación de riqueza y llaves para el acceso al bienestar. No debe extrañarnos, pues, que la educación sea percibida como un factor cada vez más decisivo en lo que concierne tanto a la competitividad de ciudades y países como a la inserción social de ciudadanos y ciudadanas de cualquier edad. Los sectores sociales en situaciones de peligro de exclusión social y de marginación se caracterizan por la falta de recursos y del bagaje cultural necesario para obtener una educación satisfactoria. Y ello, a pesar de recibir una atención educativa pública que se ha incrementado con relación a épocas recientes. En una sociedad como la nuestra, que proclama la igualdad y la cohesión social como valores creadores de derechos de ciudadanía, debemos velar para que la satisfacción de las demandas educativas no incremente los riesgos de fractura social. Estos peligros son particularmente perceptibles en ciertos prejuicios que inspiran algunas de las demandas educativas de numerosos sectores de la población. Me refiero, por ejemplo, al prejuicio que identifica la educación con la exclusiva transmisión de contenidos académicos y empobrece su ambición intelectual y su significación cultural; o al prejuicio que atribuye únicamente a las escuelas la responsabilidad de la educación, incluida la educación en valores; o a aquel otro que atribuye, sin más, el fracaso escolar a la mezcla y la heterogeneidad del alumnado; o, finalmente, al prejuicio que evalúa el éxito educativo en función de la obtención de la titulación universitaria y minusvalora todas las demás formas de inserción profesional o laboral. Ciertamente, no faltan propuestas políticas que, de una manera u otra, se hacen eco de estos prejuicios, aunque, por suerte, resultan muy difíciles de legitimar democráticamente. El Congreso Barcelona pel coneixement i la convivència y los trabajos del Projecte Educatiu de Ciutat plantean la necesidad de conseguir una mayor confianza de la ciudadanía mejorando la calidad de la educación que se ofrece en la ciudad y combatiendo estos prejuicios y temores. Entendemos que la calidad educativa no se puede reservar a los grupos sociales capaces de formular y gestionar sus demandas en educación, sino que es especialmente necesaria para aquellos sectores sociales que corren el riesgo de verse apartados de la dinámica suscitada por la sociedad de la información y del conocimiento. Éste es un esfuerzo que no se puede hacer sólo desde las administraciones o desde el sistema educativo reglado. Es un esfuerzo que, si se quiere eficaz, concierne también a los agentes sociales implicados en las diversas formas de educación y exige una

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