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La ciudad y los patos

JOSÉ LUIS MERINO Mientras viajaba en taxi por las calles de Nueva York, el joven protagonista de la magistral novela de Salinger El guardián entre el centeno le pregunta al conductor adónde se llevan los patos cuando hiela la laguna del Central Park. Además de no saberlo, el taxista le recomienda que no le tome el pelo. La ficción de la escena nos puede llevar a la realidad de Bilbao y a los patos del parque de Doña Casilda. Hace varios meses que no están en el estanque. ¿Adónde fueron? Tal vez esta misma pregunta habrá estado en boca de muchos niños y niñas. Nada se les ha dicho. Es como si la municipalidad responsable se hubiera puesto la gorra de un taxista con una gran dosis de autismo. Lo fácil viene siempre de parte de la razón. Lo fácil es explicar que, debido a las obras en el estanque, los patos han sido trasladados al parque de Txurdinaga. Efectivamente, allí están, para gozo y alborozo de otros niños y niñas. El pequeño estanque del parque de Txurdinaga es demasiado angosto. Del agua hasta donde los niños corretean hay un pequeño Himalaya. No parece haberse proyectado para hacer felices a muchos patos, dicho sea de paso. No obstante esa falta de adecuación entre agua, patos y niños, la llegada de las aves palmípedas ha sido todo un acontecimiento. A todas horas se agolpan las gentes en su cercanía. El maíz, los trozos de pan, las palomitas y toda suerte de golosinas para patos corre a discreción. Los patos se sienten regalados, queridos por el vecinerío. La contemplación de esa felicidad en una zona verde debería llevarnos a reflexionar sobre el proyecto de Abandoibarra, tan contestado desde muchas posiciones. Antes que cualquier proyecto macrocomercial de alta o baja intensidad, antes cabe otorgar la creación de latidos verdes para los ciudadanos. No se puede perder la ocasión de crear una zona verde para uso de la ciudadanía. El espacio libre de Abandoibarra es un lugar privilegiado, porque está ubicado en el corazón mismo de la ciudad. Y como corazón único necesita proveerse de latidos verdes permanentes. La creación de un gran parque, continuación del que tenemos -ese parque al que han ido reduciéndolo con tajos circulatorios-, podía ser el mejor legado para los niños y niñas de hoy y de siempre. Eso sería posible aplicando los buenos modales de la inteligencia. Como en tiempos pasados, y en el mismísimo corazón de Inglaterra, en su capital, Londres, autoridades ejemplares se enfrentaron a la especulación del suelo, para dotar a sus ciudadanos del valor de los parques. Ahí están los Richmond Park, Kensington Park, Kew Gardens, Hyde Park, Green Park, St. James Park, Holland Park, Regent"s Park, entre otros parques. Ahora que vamos camino de ser ciudadanos de una aldea global, el ejemplo de los ediles londinenses del pasado debería servirnos, antes de provocar el urbicidio de la zona de Abandoibarra. Es curioso, pero se diría que los hombres que rigen los destinos urbanísticos de algunas ciudades jamás han sido niños. Y si lo han sido, sus decisiones abismadas en los malos modales de la inteligencia, parecen esconder una suerte de venganza contra aquella edad prepubescente. Mientras siga existiendo el precario aire de la ciudad, la primera obligación de todos nosotros es procurar no empeorarlo. Para eso, nada mejor que llenarlo de latidos verdes. Que lo que nos queda de ciudad se mire en esos latidos, y atengámonos a asumir la parte de responsabilidad que nos toca a cada uno. Alguien ha dicho que sólo los perros y las palomas de las ciudades están exentos de culpa, en cuanto a las barbaridades (urbicidios) urbanísticos. Sin embargo, no es justo olvidarse de los niños y los patos.

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