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Corrupción, legitimidad y eficiencia

Emilio Lamo de Espinosa

Que las acusaciones contra el ministro Piqué sean producto de una operación política de acoso contra alguien que lo está haciendo especialmente bien como portavoz del Gobierno es obvio, pero lamentablemente no resta un ápice de verdad a los argumentos. La bondad de las intenciones no es requisito del acierto de las afirmaciones y la verdad es la verdad (o no), la diga Agamenón, su porquero o incluso el PSOE.Que quien emite la acusación haya sido acusado antes de lo mismo que ahora acusa tampoco resta un ápice de verosimilitud, pues si sólo pudiera tirar piedras quien está libre de culpa el mundo sería angélico. Y en todo caso, el PSOE ha pagado electoralmente sus culpas y su legitimidad no deriva de ninguna bondad franciscana, sino de los millones de españoles que le votaron en 1996, casi los mismos que al PP. Finalmente, el tu quoque sólo muestra que el mal está extendido, no que no sea el mal, y eventualmente puede hacer sospechar que lo que el PP desea es hacer lo mismo, pero un poco menos, lo que no es un mensaje reconfortante. En resumen, la batería de argumentos que el PP está utilizando reproduce (tu quoque; ahora sí) los que el PSOE utilizó en su momento, y ello ni le honra ni le hace ganar votos. "En lugar de ver nuestro tiempo como una época de decadencia moral tiene... sentido contemplarla como una época de transición moral", dice Giddens en La tercera vía. Y en otro pasaje señala que "se amplía la gama de lo que es considerado corrupto o inaceptable". Hace un par de años que Fukuyama, en otro interesante libro, Trust, señalaba que se está produciendo una "protestantización" de la ética económica en los países latinos. Yo mismo, en algún trabajo sobre el tema de la corrupción aludía a una transición ética: conductas económicas que hace poco se toleraban ya no se aceptan y desde luego se le pide a un gobernante más que a un simple empresario. Según una reciente encuesta del CIS nada menos que el 80% de los españoles piensa que diputados y senadores se preocupan principalmente de sus propios intereses. La consideración de la política, los políticos y de los partidos es muy mala y lo que contamina esa imagen es, lisa y llanamente, la sospecha permanente de corrupción, una sospecha que los mismos partidos se encargan de agrandar a riesgo de hundir la barca en que navegamos todos.

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El índice de percepción de la corrupción que anualmente elabora Transparency International es interesante a estos efectos. En 1995 España ocupaba el lugar 25 de la lista, pero sólo un año más tarde, y por razones obvias, descendía el lugar 32 con una puntuación de 4,3 sobre 10. Los datos de septiembre de 1998 muestran una mejora importante: recobramos el lugar 23 y la puntuación ha subido al 6,1; un aprobado holgado. Y, sin embargo, no es imposible obtener un 10, como Dinamarca. O más de 9,5, como Finlandia y Suecia. No es casualidad que cuatro de los cinco primeros países de la lista son nórdicos. Ni tampoco -a sensu contrario-, que el primer país católico que aparece sea Irlanda (en el lugar 14), seguido por Austria en el 17. Ni que el primer país latino sea Chile, en el 20, seguido por Francia, Portugal y España. Por algo se ha puesto de moda buscar en la cultura las raíces de la economía y no al contrario, como era usual.

Y ello porque la economía de mercado no es el espontáneo resultado de leyes innatas que florecen allí donde el Estado desaparece. Hasta el Banco Mundial ha tenido que reconocer que no hay mercado -sino mafias y corrupción- sin instituciones que lo regulan, sin organismos controladores de la Bolsa o las instituciones financieras, sin fe pública y registros, sin auditorías, jueces y funcionarios independientes y, por supuesto, sin gobiernos controlados por parlamentos. Es más, lo que al final estamos (re) descubriendo es que no se trata tanto de que esas instituciones regulen el mercado, sino que lo crean. El mercado es obra humana, no divina, de modo que una economía eficiente requiere como precondición un Estado eficiente.

La corrupción es un serio problema de legitimidad e imagen, pero también de eficacia, y el PP haría bien en atender con mayor firmeza los compromisos electorales que asumió cuando estaba en la oposición.

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