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El eterno aprendiz

No sé por dónde anda ahora la cuota de participación (el mendrugo del amo californiano) del cine español en su propio mercado. Supongo que, por el repique de gloria que suena en algunas sacristías, habrá subido del borde del desastre, el 10 por ciento, al 12 o el 13, gracias a un ralo puñadito de películas con antenas conectadas a gente que redescubre que ver cine equivale a verse a uno mismo. Aroma de acequia que quiere hacerse pasar por río: aleluya, el cine español esta dos o tres puntos menos muerto que hace dos o tres años. Y asombra ver que mientras tanto la gente del cine francés está presa de un rebote de indignación porque su cuota sólo nos triplica cuando puede cuadruplicarnos. El contraste entre lo que crea optimismo en España y lo que crea pesimismo en Francia irritaría, si no tuviera gracia: festejamos como conquista la persistencia en la miseria, mientras los vecinos de arriba hacen funerales porque no se les ensancha más su abundancia.El cine francés se ha ganado a pulso sus altas cuotas porque no baja la guardia ante la presión colonizadora de Hollywood ni frente a otra presión más perturbadora, la de la autoindulgencia y el sesteo sobre los laureles de cifras. Basta haber sido testigo de la evolución reciente del cine europeo en conjunto, para poder decir que en el cine francés las cuentas funcionan porque funciona un puñado de recios cineastas que idean películas en las que se reconocen a sí mismos los franceses y los no franceses. Raro es, desde hace varios, el año en que no surgen seis u ocho filmes franceses que conciernen simultáneamente a los de casa y a todo el vecindario del patio europeo. Está mejor que bien que a los españoles nos comience a agradar, ya era hora, ver películas hechas aquí, pero esta obvia batallita casera fue ganada en Francia hace décadas por sus cineastas y ahora es otra incursión a otros horizontes para la que se afilan las uñas: reanudar lo más fertil de sus tradiciones y seducir con ellas a la gente de todo el mundo que sabe ver cine, que queda alguna, aunque no mucha.

En los últimos festivales, los cineastas franceses llevaron el celuloide más vivo y evolucionado de cuanto allí, procedente de las cuatro esquinas del planeta, se proyectó. El cine francés está escapando de la mortal trampa a que le condujo en la segunda mitad de los años sesenta su exceso de dependencia formal de la libertad carcelaria de la nueva ola, cuya esclerosis y decadencia invadió las pantallas de amaneramientos residuales calcados o calculados y, por ello, agonizantes; y ahora vuelve la mirada a zonas no efímeras de su pasado, las que movieron Jean Renoir, Jacques Becker, Robert Bresson, François Truffaut, Jean Eustache y Louis Malle, y en las que aún se mueven Claude Sautet, Jacques Rivette, Claude Chabrol, Bertrand Tavernier, André Techiné, al frente de nuevos brotes imparables del viejo talento. Y queda el arco que conduce de Eric Rohmer a Eric Rohmer, si convenimos que este sujeto, cuyo Cuento de otoño se estrenará aquí pasado mañana, comienza y acaba en sí mismo, cierra un círculo en el que todo lo que hay en la pantalla es de cualquier parte precisamente por no serlo, por ser algo exclusivamente francés lleno de universo. Lo que ocurría con Buñuel: aunque apenas hizo cine para España, nunca dejó de hacer cine español.

Con ochenta años, Rohmer es un muchacho que tira, desde su infranqueable islote, del lenguaje que ha hecho del gran cine de Francia un patrimonio de la humanidad. La riada de inteligencia irónica, dicha con la estruendosa media voz de un jacobino amable, que circula en sus filmes es la llave que abre al cine francés a horizontes optimistas. No hay mala cuota de mercado que acabe con un cine en el que Rohmer sigue siendo el mismo muchacho que era hace medio siglo. Un cine que se permite el lujo de tener en batalla de aprendiz perpetuo a uno de los constructores del conocimiento de este siglo, es que tiene las cuentas resueltas, porque a lo que hay debajo de un derroche de este calibre no lo detiene ningún zarpazo colonizador. A Rohmer en España le habríamos enterrado en vida hace mucho tiempo y, con él enjaulado, una parte de nuestra identidad se habría ido al garete. Las cuotas y porcentajes optimistas de los burócratas funcionan en Francia, porque el cine francés cuida a sus gentes y les da alas en lugar de suelas de plomo, que es lo que les ocurre aquí a los cineastas que incurren en la insolencia y la temeridad de envejecer con las arterias intactas. Con unos cuantos improductivos Rohmer en sus nóminas, en el cine español sonarían mejores ganancias.

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