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Tribuna:EL DEBATE FISCAL
Tribuna
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La credibilidad de la Agencia Tributaria

La lucha contra el fraude fiscal ha dado pasos atrás, según el autor, lo que exige una revisión a fondo del actual modelo

La Agencia Tributaria, encargada de recaudar, gestionar e inspeccionar los impuestos, se encuentra en una situación delicada. Sus propios responsables han admitido recientemente en el Congreso la existencia de problemas internos. Los resultados de dos años de gestión del Gobierno del PP así lo revelan, por mucho que se haya querido ocultar o camuflar.Tras vencer muchas resistencias, finalmente hemos podido conocer datos alarmantes y, lo peor de todo, el grave problema de credibilidad que tiene una institución cuyo principal objetivo debería consistir en garantizar el principio de que cada uno contribuye según su capacidad.

Éste es el principal factor de vertebración de una sociedad avanzada y solidaria. Para conseguirlo hay que generar la confianza en que los responsables públicos hacen todo lo posible porque esto sea así. No es lo que ha ocurrido en los últimos dos años.

El mal paso que supuso la denuncia partidista e injustificada de una amnistía fiscal durante el anterior Gobierno socialista ha generado dos efectos perversos. Primero: ha provocado una quiebra interna, cada vez más profunda. Segundo: la pérdida de credibilidad de la Agencia está siendo utilizada por quienes no dudan en aprovechar cualquier fisura en su propio beneficio.

En cuanto a los problemas internos, el balance es conocido. Tres directores de la Agencia en sólo dos años, con los consiguientes cambios de equipos y un clima de permanente inestabilidad. Un colectivo importante, el de los subinspectores, en huelga de celo desde hace más de un año, y la incapacidad por parte de la presidencia de la Agencia de dar una solución.

En definitiva, una gestión donde han primado los intereses partidistas, sometida a cambios bruscos, con tensiones internas -que en la medida en que no se resuelven empeoran cada día- y, lo que es peor, el intento de ocultar a la sociedad los efectos de todo ello.

La manipulación y las contradicciones en los resultados de la lucha contra el fraude han quedado sobradamente demostradas. El intento de convencer a la opinión pública de que nada de lo que ha pasado en estos dos años ha afectado al funcionamiento de la Agencia ha fracasado.

Analicemos el balance en la lucha contra el fraude porque es lo esencial, lo que da valor añadido a un organismo como la Agencia y lo que le diferencia de parecerse a una caja registradora.

El Gobierno ha argumentado cambios en los criterios contables para impedir comparaciones entre 1998 y años anteriores. La pregunta entonces es, si esos criterios están ahora adaptados a la contabilidad presupuestaria, ¿por qué no se aplicaron hasta finales del año pasado? ¿es que hasta entonces, con un examen de Maastricht por medio, una cosa era la contabilidad del gasto y otra la de los ingresos?

Todo esto debería ser aclarado, porque si no, es razonable la sospecha de que se trata de romper series estadísticas para que nadie pueda decir que esta gestión es peor que la anterior. Pese a todo, las cifras oficiales nos han revelado una caída del 18% en la deuda liquidada por la Inspección.

Se intenta envolver este fracaso con cifras globales sobre gestión, recaudación y delito fiscal, con el argumento de que todo es fraude. Pero -¿casualidad?- de todas las cifras posibles la única que no es manipulable es la de deuda liquidada porque es la que debe certificar la Intervención General de la Administración del Estado... Y es la única con resultados negativos.

También se argumenta que en 1997 se liquidó deuda de años anteriores y que por eso el resultado de aquel año fue excepcionalmente alto frente a un "normal" 1998. Tampoco es verdad. Respuestas oficiales a preguntas de este diputado indican que el stock de deuda liquidada ha superado años antes al de 1997 (183.000 millones en 1995, 134.000 en 1996 y 78.000 en 1997).

Es normal que cada año se liquide deuda pendiente, otra cuestión es cómo se hace; es decir, si nos limitamos a poner el sello para cumplir unos objetivos de número de actas y deuda como mera operación de maquillaje de resultados, o si se cumplen unos baremos mínimos de calidad. Si ocurre lo primero, el riesgo es que aumente la litigiosidad o se incrementen espectacularmente las propias anulaciones que la Agencia realiza y todo ello, desde luego, no a coste cero.

Es lo que las cifras oficiales también reflejan. En 1998 bajó el número de actas (de 93.732 en 1997 a 76.222), bajó también el número de actas firmadas en conformidad (de 69.137 a 44.930), pero aumentó el número de actas de disconformidad (de 24.595 a 31.292). La deuda liquidada en conformidad en 1998 (170.000 millones) fue la más baja de los últimos cinco años. En definitiva, los expertos en defraudar a Hacienda han visto que los resquicios para el fraude son más amplios y los aprovechan.

¿Es todo esto casual o fruto de la gestión y el rumbo político de la Agencia Tributaria? La respuesta a lo primero es no. Es verdad que la Agencia, desde que se creó, no ha dejado de avanzar para poner a disposición de los contribuyentes que pagan sus impuestos mayores y mejores medios. Hay que valorar aquí el esfuerzo de toda una organización con un alto nivel de profesionalidad, que ha conseguido funcionar muchas veces a pesar de quienes la dirigen. Pero esto, hay que insistir, no es lo único y ni siquiera lo más importante.

Luchar contra el fraude es, como decíamos, el principal valor añadido que la Agencia debería aportar. El Gobierno del PP no lo confiesa abiertamente, pero su práctica política indica que ésta no es su prioridad. Su filosofía de fondo es que paguen impuestos aquellos que utilizan los servicios públicos, es decir, aquellos que tienen rentas bajas y fácilmente controlables; es decir, las rentas del trabajo.

Los ciudadanos de mayores recursos pueden tener sanidad, educación y pensiones privadas y, por tanto, no se les debe acosar con el pago de impuestos. Se trata de reducir el actual Estado de Bienestar para convertirlo en un Estado Asistencial. Los valores de equidad, justicia social y solidaridad quedan, de esta forma, arrinconados. Así se cierra el círculo que explicaría, desde el punto de vista ideológico, la dejación que el Gobierno del PP hace en su cometido de luchar contra el fraude fiscal. Un ejemplo reciente es la retirada de la acusación contra el Banco de Santander en el caso de las cesiones de crédito, uno de los más graves de presunto fraude fiscal conocidos hasta ahora, tanto en cantidad como por los métodos empleados. Esto ha motivado la solicitud de acción popular por parte de Iniciativa per Catalunya-Verds que, para sonrojo de los actuales responsables de Hacienda, ha sido aceptada por la Audiencia Nacional.

Cuando se habla de todos estos problemas, la duda que se plantea es que si al criticar el funcionamiento de la Agencia no se están dando argumentos a quienes no creen en ella o a quienes, ante una situación de debilidad, se cargan de razones para no pagar impuestos. Es un riesgo, hay que reconocerlo, y por ello hemos planteado en el Congreso de los Diputados la necesidad de dar una salida consensuada y positiva de futuro a los problemas actuales, propuesta que ha sido aceptada inicialmente por los responsables de Hacienda.

El punto de partida, sin embargo, no puede ser el Plan de Objetivos de la Agencia Tributaria presentado hace unos días en la Cámara Baja. Este plan lleva un año de retraso respecto de las conclusiones aprobadas en el Parlamento a propuesta de la comisión que investigó la amnistía fiscal.

Sorprendentemente, ese plan sólo incluye un objetivo global que no detalla por áreas -inspección, gestión y recaudación- ni por programas, ni por número de contribuyentes. Si la presentación de ese Plan de Objetivos era facilitar el control parlamentario, con estos instrumentos es imposible.

Se puede plantear también si esa participación del Parlamento en el control de los objetivos y, a medio plazo, en el diseño de un nuevo modelo de Agencia Tributaria, podría contribuir a "politizar" la institución. Todo lo contrario. Lo que se trata de evitar es precisamente esto. Si todas las fuerzas políticas se implican más directamente en esa tarea, el modelo será más estable y, por tanto, más eficaz. Es lo que ocurrió, por ejemplo, con el Pacto de Toledo sobre las pensiones, que nació de un amplio consenso político y social.

Si no se actuase de un modo similar, nos encontraríamos con un modelo de Agencia Tributaria pactado entre las fuerzas políticas que apoyan a un Gobierno de mayoría precaria y quién sabe a cambio de qué.

No hay que olvidar tampoco, que el sistema fiscal camina de forma irreversible hacia una mayor descentralización. Hay que dar respuestas organizativas a este reto, sin dejar de lado que los Gobiernos autonómicos son multicolores y, al mismo tiempo, que la lucha contra el fraude exige respuestas coordinadas y eficaces.

Joan Saura i Laporta es diputado al congreso y vicepresidente de Iniciativa per Catalunya-Verds

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