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Las estrellas españolas tienen piernas. Con esta sorprendente revelación titulaba un reportaje dedicado al cine hispano una popular revista suramericana algo más que mediados los años sesenta. El reportaje se ilustraba con las correspondientes imágenes testimoniales, en las que algunas de las más célebres artistas nacionales mostraban sus extremidades inferiores celosamente preservadas hasta entonces por una censura vigilante y pacata, más próxima a los postulados del fundamentalismo islámico de nuestros días que a los códigos morales vigentes entonces en el Occidente cristiano.Cuando por insoslayables imposiciones del guión se imponía que una actriz se exhibiese ligera de ropa unos segundos más de los que el director necesitaba para indicar que acababa de salir de la piscina o de la ducha, cuando la cámara se demoraba antes de decidirse por un primer plano o un plano general más púdicos, o cuando el desarrollo de la trama exigía que apareciese en escena una mujer fatal, inmoral y descocada, los productores se veían obligados a contratar a una actriz extranjera que dejase clara su condición de tal porque las mujeres españolas, según los criterios censores, no sólo eran honradas y decentes, sino que habían de parecerlo.

Lo verde empezaba en los Pirineos, donde terminaba la censura africana del régimen, una frontera muy concurrida en los años del tardofranquismo por Alfredo Landa y sus sosias. El landismo, antítesis carpetovetónica del dandismo, hacía furor en el cine comercial español. El magnífico actor, agraciado y condenado al mismo tiempo a encarnar tan patético arquetipo, no podía lucir entonces sus dotes interpretativas, sino sus calzoncillos y sus camisetas de tirantes.

Los autores de comedias para eludir tan rígidos parámetros situaban la acción de sus enredos vodevilescos en Londres o en París. El adulterio podía pasar si los adúlteros se llamaban Peter o Pierre, Jenny o Françoise, en tales casos incluso el divorcio podía asomarse al escenario.

Cuando Fraga ejercía de Goebbels para el sátrapa de El Pardo, las costumbres se relajaron. "Con Fraga hasta la braga", se decía en las calles, aunque la mayor parte de los ciudadanos desconfiaba de una "apertura" que funcionó como trampa para incautos, editores o productores que no supieron aplicarse la autocensura y se atrevieron a cruzar sus nebulosas lindes para mostrar más carne, o más ideas de las permitidas.

La transición que en el terreno político se realizó gradualmente explotó como una eyaculación largamente contenida, el destape y el despelote cundieron en todas las ramas de la comunicación y de las artes escénicas, el luminoso desnudo de Marisol en Interviú se convirtió en icono y las páginas de las revistas más convencionales se abrieron al exhibicionismo reinante.

En el teatro, hasta los autos sacramentales incluían números nudistas, y en las pantallas, los guiones exigían invariablemente explícitas escenas de sexo.

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La oleada pasó y hubo un momento en que ya sólo Tierno Galván parecía interesarse por los inevitables striptises de la ubicua Susana Estrada. La normalización de la vida sexual se impuso, quebraron o se reciclaron muchas salas X, desaparecieron las películas S y la pornografía volvió por su propio pie a sus reservas nocturnas y a sus luces rojas, hasta que nuestro beatísimo alcalde la ha sacado a relucir con fines electorales en una cruzada a la que sorprendentemente se ha apuntado, con matices, el candidato socialista.

Álvarez del Manzano y Fernando Morán se creen capacitados para distinguir entre erotismo y pornografía con sólo echar una ojeada a los quioscos donde estas publicaciones, que no suelen ser muy explícitas en sus portadas para evitarse estos problemas, se exhiben protegidas por un plástico preservativo, casi siempre en segundo plano y a una altura sólo para adultos.

El escándalo de Álvarez es farisaico como corresponde al personaje, y la pacata actitud de Morán suena a maniobra saducea para anular la de su rival al no entrar en un debate vidrioso y traído por los pelos, del pubis, a primer plano de la campaña.

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