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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

¿La hora de la verdad?

LOS SERBIOS han acabado de torpedear en París la paz para Kosovo. No ya negándose a transigir con el despliegue en su suelo de tropas de la OTAN, como habían hecho el mes pasado en la estéril ronda de Rambouillet, sino impugnando el mismo acuerdo político de autonomía de la provincia de mayoría albanesa al que habían dado su visto bueno previo. Con su renovado desafío, Milosevic ha retomado una vez más la iniciativa y colocado ante su hora de la verdad a la Alianza Atlántica, que había anunciado el uso de su poder si el régimen de Belgrado hacía fracasar las negociaciones. Los albanokosovares han firmado el acuerdo por tres años que proponía Occidente y que les niega la independencia. Belgrado ha pretendido volver a empezar. La diplomacia parece agotada, y las embajadas occidentales renuevan el ritual de sacar a su personal de la capital serbia. Como novedad, los casi 1.400 observadores de la OSCE que fiscalizaban un inexistente alto el fuego ya han abandonado Kosovo. La maquinaria militar serbia y la guerrilla secesionista se han quedado frente a frente, junto con casi dos millones de civiles albaneses.El desenlace de París -tras más de un año de guerra abierta en que las tropas de Milosevic, so capa de combatir el terrorismo, han desatado una feroz represión indiscriminada en Kosovo- desnuda hasta la obscenidad a una Europa que mientras lame sus heridas comunitarias deja al aire las vergüenzas de su falta de política balcánica. Ni Europa ni Estados Unidos han aprendido de recientes lecciones. Como en Croacia primero y después en Bosnia, Occidente se ha movido en Kosovo (¡un litigio de una década!) a remolque de atrocidades televisadas o contadas en sus periódicos. No actúa, reacciona. Dos recordatorios: el Grupo de Contacto esperó hasta la matanza de Drenica, en marzo de 1998, para reunirse en Londres y acordar un futuro estatuto de la región basado en la autonomía, pero sin independencia; diez meses después, la carnicería de Racak -que los forenses finlandeses han diagnosticado finalmente como un asesinato masivo de civiles a sangre fría- motivó otro toque a rebato de los poderes occidentales con ultimátum a Belgrado y convocatoria de serbios y albanokosovares en Rambouillet, en lo que fue la primera parte de una tentativa ahora enterrada.

En el entreacto que enlaza los fracasos de Rambouillet y el de esta semana, Kosovo ha conocido una escalada militar serbia sin precedentes. Violando todas sus promesas, Milosevic ha trasladado a la provincia o a sus límites, con la propia Serbia o con la vecina Macedonia, a 40.000 soldados y paramilitares y su material de guerra más moderno. Más de 60.000 civiles albaneses han huido en las últimas semanas por los recrecidos combates o por el terror que les inspira una fuerza de estas dimensiones concentrada para su exterminio. El general Wesley Clark, comandante supremo de la OTAN, aseguraba el viernes que "la situación empeora día a día" y daba cuenta de que los ataques serbios han destruido ya más del 50% de las casas albanesas en una buena parte de la provincia, del tamaño de Asturias.

El dictador serbio ha hecho perder la cara con su envite a un dividido Occidente. Milosevic, jugador de póquer, gana la mano apoyado en una opinión pública interna secuestrada por su demagogia y mediante la astuta explotación de los flagrantes desacuerdos en el Grupo de Contacto (EEUU, Europa y Rusia) y entre los mismos aliados de una OTAN que cumple en vilo su cincuentenario. Pero es tal la magnitud de su provocación, que cabría pensar en una estrategia oculta encaminada a que los misiles aliados le resuelvan finalmente su mayor apuro, el de ceder el mitológico Kosovo, cuya manipulación nacionalista fue la fuente de su poder, permitiéndole a la vez mantener el tipo ante los suyos.

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Europa y Estados Unidos pueden elegir entre esperar a la próxima matanza o enfrentarse definitivamente al déspota. Seguir permitiendo a los serbios el asalto de la mayoría albanesa equivale a certificar que las democracias occidentales, con todas sus proclamas humanitarias, son incapaces de impedir un caso lacerante de opresión en su patio trasero. Lo peor no es parar los pies al hombre que representa un sangrante anacronismo de hábitos comunistas en el umbral del siglo XXI. Lo peor y lo más torpe es tolerar que el genocidio de Kosovo acabe desembocando, como inevitablemente sucederá si se mantiene el marasmo, en una nueva y ampliada conflagración balcánica de incalculables consecuencias para la frágil Europa.

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