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FALLAS DE VALENCIA

Curro corta una oreja

Curro cortó una oreja, ¡por éstas! y, si no, que me dé ahora mismo un flux. Se la cortó al primer toro, justo el que cuadraba con el 40º aniversario de su alternativa.El señor Curro se las gasta así. ¿Creyó alguien que vendría a tirar líneas, merecer broncas, provocar chuflas? Pues se equivocó.

Tan pronto saltó a la arena el primer toro se hizo presente Curro y meció el capotillo gracioso embarcándole en tres verónicas de categoría, mejor aún la media.

Con la muleta parecía Tarzán.No se refiere uno a la atlética complexión del héroe -aunque está hecho un chaval, con sus 65 años metidos dentro del terno-, sino a la disposición, a la porfía, al cruzamiento y al desdoblamiento, a la generosa entrega para sacarle al renuente bóvido los no muchos pases que tenía.

Jarandilla / Romero, Espartaco, Caballero

Toros de Jandilla, discretos de presencia, ninguna fuerza -varios inválidos- aunque 5º derribó; 4º, como excepción, tomó tres varas; manejables.Curro Romero: pinchazo atravesado, rueda de peones y descabello (oreja con protestas); tres pinchazos en el gollete en franca huida y dos descabellos (bronca). Espartaco: bajonazo tirando la muleta (oreja); bajonazo tirando la muleta y dos descabellos; se le perdonó un aviso (oreja); salió a hombros por la puerta grande. Manuel Caballero: dos pinchazos, otro hondo muy tendido, rueda de peones y dos descabellos (ovación y salida al tercio); estocada (aplausos). Plaza de Valencia, 18 de marzo. 7ª corrida de feria. Lleno.

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Se los sacó uno a uno, con orden y concierto, primero por la derecha, luego por la izquierda, y los hubo de calidad excepcional.

Cuanto más hondos son los pases menos se les pueden dar a un toro normalmente constituido, pues pierden la fuerza en el forzado seguimiento del señuelo y rinden la codiciosa agresividad en el muleteo dominador. Ya se sabe: en toreo, o manda el toro o manda el torero. Y allí la soberanía la ejercía Curro Romero, Faraón de Camas, capricho de la naturaleza.

Más fueron los cites y las intentonas que el toreo sustancial, pues el bovino espécimen, anormalmente constituido, de resuello andaba falto, de bravura corto y no estaba para trotes ni para pasodobles. Dictada sentencia, esbozó Curro un desplante marchoso, montó la espada, hizo como si se fuera a comprar tabaco con ella, pinchó raudo al paso, descabelló luego y le concedieron una oreja. Por éstas que se la concedieron.

Dio Curro la vuelta al ruedo con una alegría incontenible, la sonrisa de oreja a oreja y el cuerpo bailándole por sevillanas. No era para menos, cortar una oreja a estas alturas de la vida, en el 40º aniversario de su alternativa. Y el júbilo estalló en el graderío, aunque otra le quedaba a la afición y se aguantaba decir -con cualquier otro no tendría tanto miramiento- que esa oreja regalada habría abochornado al Cúchares.

Pero al ver, corrida adelante, cómo caían otras orejas, cómo se las llevaba Espartaco sin cuajar pases de fundamento, incluso después de pegar un sainete, reconsideró el juicio, modificó conclusiones -de sabios es rectificar- y juraba -¡por éstas!- que Curro había merecido dos.

Al cuarto toro, de natural inocente, permitíó Curro que lo picaran duro, casi que se lo mecharan, le trapaceó la cara a prudencial distancia y acabó acuchillándole el gollete en la suerte innoble que llaman paso de banderillas. Y se ganó un broncazo monumental. Nadie negará que, por lo menos, la cosa tiene ángel.

Las excelsitudes de los toreros de arte, aún simplemente apuntadas, tienen el inconveniente de que a los demás se les nota la vulgaridad. A Espartaco se le notó mucho, ya en su primer toro, al que consiguió sacar unos derechazos guardándose de que no se le ciñera al nada relajado cuerpo y, de ahí en adelante, perdió el rumbo, sufrió un acosón, se vio achuchado y perseguido; e incapaz de emplear ningún recurso lidiador, lo mató de un feo bajonazo. Y le dieron la oreja.

Valencia estaba de un orejismo desbocado. La plaza de Valencia tenía aires de casquería. En el quinto la faena de Espartaco, demasiado larga, reiterativa y precipitada para la borrega condición del animal, tampoco tuvo pases relevantes, salvo los de pecho empalmados y los rodillazos tremendistas. De nuevo estoqueó los blandos y volvió a recibir una oreja que le abriría la puerta grande.

Igual de voluntarioso y ajeno al arte estuvo Manuel Caballero, que sufrió un volteretón al iniciar una chicuelina. Y si llega a matar a la primera al tercer toro le hubiese cortado la oreja también. Es un suponer, porque al sexto lo mató a la primera y no le cortó nada. La pública opinión es así de veleidosa. Es característico del arte en el toreo que, si se produce -a veces basta una pincelada-, la afición lo recuerda de por vida y no para de rumiarlo en sus místicas soledades. En cambio si no hay arte, ya puede el torero estar la tarde entera pegando pases que, muerto el toro, ni Dios se acuerda de ninguno. Y eso es lo que sucedió.

Transcurridas dos horas largas de pegapasismo tenaz, sacaron a hombros por la puerta grande a Espartaco, triunfador por doblemente orejeado. Pero lo que quedaba en el recuerdo era aquel quite de Curro el Faraón; las tres verónicas mecidas y, sobre todo, la media verónica final, suave, reunida, mágica, que sólo puede engendrar el arte de un torero verdadero.

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