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El alma

Rosa Montero

¿Hasta dónde podremos llegar en los trasplantes? No estoy hablando de la técnica, con ser ella obviamente fundamental. Me refiero a otra cosa: a la frontera de la identidad, ese concepto cada día más confuso. ¿Hasta dónde podremos cortarnos y recosernos y recauchutarnos manteniendo el espejismo del yo? Recuerdo ahora las recientes fotos de ese hombre al que han trasplantado la mano de un cadáver: se le veía feliz con los dedos prestados, y el tacto, y los huesines de otro.Sin duda una mano ajena no enajena; tampoco un corazón, aun siendo, como es, ese motor fundamental de fluidos y ritmos. Pero, ¿y si te trasplantan las dos manos? ¿Y, además, los pulmones, los ojos , el estómago y una porción mediana del cerebro? Porque es previsible que, técnicamente, lleguemos a eso y más. Entonces, para saber dónde detenernos habrá que descubrir en qué recóndito rincón de nuestra anatomía se acurruca el yo.

Supongo, claro está, que la clave de todo es el cerebro. ¿Cuánta masa gris podremos trasvasar de un cráneo a otro sin perder la azarosa conciencia de ser alguien? Supongo que todo lo que soy cabe en un puñadito de neuronas: estoy allí donde la memoria se almacena, y eso ocurre en una zona concreta del cerebro que tampoco es muy grande. Según dice Arthur Clarke en su última novela, 3001, basándose en unos estudios reales de 1996, la memoria de un individuo de 80 años (es decir, el individuo en sí) cabe en 10.000 gigabytes; dentro de nada, añade Clarke, habrá un disquete capaz de almacenar todo eso. Tal vez todo lo demás resulte accesorio; tal vez todo se pueda trasplantar excepto eso, una loncha cerebral, unos impulsos eléctricos que cabrán en una agenda portátil. Después de tantísimos siglos de metafísica, los cirujanos, esos rudos fontaneros de la carne, están dibujando al fin un desmitificador mapa del alma.

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