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Tribuna:CRÓNICAS
Tribuna
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La dignidad

Juan Cruz

Francisco Ayala siempre dice que cuando llegó a España, aún viva la dictadura de Franco, todo este país se parecía a una estepa gris, fea y maleducada. Para cambiar ese país, para quitarle las legañas del odio, hacía falta mucho trabajo y una enorme paciencia. Sobre todo, como dice Rafael Conte en la presentación de la Biblioteca Ayala de Bolsillo que acaba de lanzar Alianza, hacía falta gente con dignidad que fuera capaz de no mirar hacia atrás sino para seguir adelante. Francisco Ayala es una de esas personas. Vive en una casa sobria que se parece a la que describía aquí Manuel Vicent como vivienda de Adolfo Bioy Casares en Buenos Aires. Casi no tiene biblioteca -regala sus libros, dice Conte-, y en una mesa minúscula responde cartas y telegramas, y casi no escribe: para qué, hay tanto escrito. Los viernes por la tarde, cuando le dejan solo en la casa, invita a whisky a los amigos, y él es quien empieza y también el que termina más tarde de degustar el final del día como si ese vaso de tiempo no tuviera fondo.Alguna vez hemos contado cómo come y todo lo que come, porque viéndole enjuto se podría decir que come como un pajarillo; pero tiene un secreto: no cena, y si acaso cena un whisky, por si hubiera que soñar. No ha perdido el acento granadino, es su esencia, y ese acento es el de la dignidad esquinada de Ángel Ganivet, el de la dignidad herida de Federico García Lorca y el de la dignidad serena de Antonio Muñoz Molina, por citar un siglo y pico de granadinos.

Un día, cuando ya había rebasado los 90 años, coincidieron en un hotel de Madrid Francisco Ayala y otro nonagenario, el periodista Elfidio Alonso Rodríguez, que había sido diputado en las Cortes republicanas donde el propio Ayala había sido letrado. Los dos se reconocieron enseguida, se intercambiaron unos cuantos saludos, se preguntaron por el destino de sus respectivas bibliotecas -¿qué se hace con los libros cuando a uno le expulsan de la casa, cuando la guerra te deja sin tierra y sin libros?-, y se dispusieron a hablar de los nuevos tiempos y de la dignidad ganada. Elfidio Alonso había sido, en los principios de la guerra civil, director de la brevísima experiencia que tuvo el ABC como diario republicano, y de izquierdas, y Francisco Ayala le recordaba como un hombre elegante y gentil de la Izquierda Republicana de entonces; don Elfidio, que es tinerfeño y padre del fundador de Los Sabandeños, el alcalde Elfidio Alonso era un gran orador con una enorme memoria; en la travesía de los transterrados a los que con tanta sabiduría se ha referido siempre el biógrafo y antólogo de Azaña, Juan Marichal, don Elfidio se llevó consigo siempre algunos libros de Ayala, y de eso hablaron en el encuentro que nosotros presenciamos; pero ninguno de los dos estaba allí para lanzarse lisonjas mutuas sobre los buenos tiempos pasados en aquella época luminosa y después terrible; estaban, eso resultaba claro, para conducirse en la conversación como dos contemporáneos, pero no de entonces, sino de ese mismo instante de la vida.

¿Qué piensas de Felipe? ¿Cómo ves la prensa? ¿Qué lees, en qué estás? Uno tiene la tendencia, cuando está ante seres de esta edad y de esta historia, que muy probablemente la charla va a girar hacia atrás, como si la edad produjera tortícolis absoluta, y sin embargo uno ve que estos personajes no son ilustres por la edad cuya sabiduría se supone porque han cumplido más años que nadie, sino que son ilustres porque han sabido seguir sabiendo, y han conservado, en los momentos duros y en los placenteros, un sentido de la dignidad que es acaso también el que hizo a su generación resistir el fascismo.

Y es ese sentimiento, el de la dignidad, el que les ha conservado la autoridad moral para seguir hablando de lo que pasa con el entusiasmo y con el desdén que da la pertenencia ciudadana a un país del que nadie les pudo echar. El fascismo causó un dolor innumerable, y trató de tachar de la ciudadanía a personajes así, les quitó del censo y hasta de la edad, pero ellos resurgieron, rehicieron su memoria y su biblioteca de la diáspora, y de pronto regresaron a un territorio que ya no era de unos y de otros sino de ellos, también de ellos. El regreso completo de Ayala también es el regreso de sus libros. Él dice que vino en un coche, cruzando Francia, y que cuando llegó a Madrid se le vino el alma a los pies, pues en efecto esta ciudad se quedó cegada por el gris maleducado de la vida. Él ha visto renacer el color, la tolerancia, la dignidad, y de eso hablaron aquella tarde ya hace tres años el letrado de las Cortes y el diputado republicano. Ahora que los dos tienen 93 años pueden desafiar a cualquiera: nadie les gana a contemporáneos.

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