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Tribuna:LA REFORMA DE LA LRU
Tribuna
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Una rehabilitación para un edificio sin cimientos

Javier Barnes

La anunciada reforma de la composición de las comisiones juzgadoras para la selección del profesorado (un miembro a propuesta del departamento y los otros cuatro elegidos aleatoriamente) pretende combatir la indeseable endogamia universitaria, causa, según el ministerio (EL PAÍS de 17 de diciembre de 1998), de la escasa "presión competitiva" y "capacidad discriminadora" respecto a los candidatos que padece la Universidad.Ésta, sin embargo, no representa, en mi opinión, la quintaesencia de los males que aquejan al sistema de selección en España, como tampoco creo que la adopción de la nueva norma suponga garantía de elección del mejor de los candidatos. La endogamia -practicada en ocasiones como reconocimiento de la carga desempeñada en la Universidad convocante- no es más que una variante menor del problema de base, al tiempo que su demostración más elocuente, a saber: la falta de criterios materiales, previamente establecidos, acerca de las condiciones de mérito y capacidad y la consiguiente libertad de apreciación que ostenta la comisión para elegir al candidato que tenga por conveniente, sea el local o el foráneo. Con la reforma planteada, el local tendrá menos opciones por esa simple condición, pero el concurso seguirá sin ley. Porque aquí radica la cuestión: ¿cuál es el perfil, en cada área de conocimiento, del mejor docente e investigador? ¿Cuáles son los méritos que deberán cultivarse? ¿Qué hay que hacer para ganar en las pruebas que se realizan ante la comisión? La indefinición más absoluta por parte de la Ley de Reforma Universitaria (LRU), de las normas que la desarrollan o de las mismas bases del concurso -tal es la carencia de fondo- permite decisiones muy alejadas de la justicia y de la igualdad, como podrían estarlo las de los jueces que, en cualquier competición olímpica, no dispusieran de un cuerpo de criterios técnicos para determinar quién sea el mejor en gimnasia rítmica o en salto de trampolín. Por mantener la imagen: el déficit del sistema español no consiste en que facilite la clasificación de malos deportistas, esto es, en que carezca de requisitos absolutos o de carácter mínimo para poder presentarse a la competición (doctorado, etcétera), sino, más bien, en que deja a la completa apreciación de cada comisión la designación, caso por caso, del mejor de entre todos los olímpicos, es decir, en la inexistencia de criterios relativos para ponderar la prelación. Algo se dice sobre quién puede participar, nada sobre quién gana. Más gráfico aún: si, para unos, lo más importante fuera correr los 400 metros con elegancia, y, para otros, con rapidez, no habría competición posible.

Desde este concreto ángulo, por demás decisivo para salvaguardar la excelencia de la institución, la endogamia constituye la punta del iceberg, una simple expresión de un fenómeno de más largo alcance. Remendar una de sus desviaciones es, justamente eso, un remiendo de superficie, que olvida, por ejemplo, otra de sus manifestaciones más graves: las decisiones basadas en consideraciones de escuela.

En efecto, la ausencia de reglas de juego de carácter relativo, sin paralelo en la función pública española, hace posible, traducido en términos jurídicos, dos discriminaciones características: una, en razón del "territorio" (endogamia); otra, en razón del "nacimiento universitario" (consideraciones de escuela). La primera es evidente y las estadísticas hablan por sí solas. La segunda, más sutil porque no deja huella aparente, no lo es menos, si se tiene en cuenta que la incorporación o nacimiento a la carrera universitaria a través de la elección de un director de tesis entraña, no sin frecuencia, la adscripción a un equipo de investigación o a una escuela universitaria, lo que podrá ser determinante a lo largo de toda la vida académica cuando el criterio de la pertenencia al grupo termina por erigirse en un dato cualificado y de mayor valor en el momento del acceso. Cuando árbitro y jugador son del mismo equipo y, además, no hay reglamento, no le será difícil al primero justificar y vestir su decisión con un aparente juicio técnico.

Al igual que un equipo deportivo, la incorporación a las escuelas universitarias no tiene por qué estar presidida por las reglas constitucionales que regulan el acceso a la función pública (publicidad y libre concurrencia; previo establecimiento de los criterios de selección, etcétera). Pero, aun cuando el fichaje para realizar el doctorado hubiere sido fruto de un concurso público, ello no aseguraría sin más que el candidato de un equipo a una plaza sea mejor que su rival. La competición tendría que disputarse en buena lid. El prestigio y autoridad moral de una escuela universitaria podrá, eso sí, constituir aval de que todas sus incorporaciones están marcadas por la excelencia, como acontece con los fichajes de los mejores equipos de fútbol, pero no de que sus miembros sean mejores en todo caso. La presencia de magníficos jugadores en un equipo no exime de la celebración del partido. En España, sin embargo, no es extraño que después de sorteados los miembros de la comisión pueda saberse quién será el ganador sin necesidad de realizar las pruebas. De esta falta de competitividad nada dice el borrador.

No faltan, con todo, medidas capaces de paliar esta patología (desde reglas especiales de abstención, o de motivación y publicidad del juicio emitido por cada miembro de la comisión, hasta la participación de expertos ajenos a la disciplina universitaria, tanto en la comisión como ante órganos administrativos capaces de reproducir y fiscalizar la valoración inicial. Todo ello merece una reflexión aparte. Baste aquí añadir que tampoco faltan estructuras impermeables a estas prácticas, de las que da cuenta la experiencia comparada (el caso alemán representa un buen ejemplo: es el claustro de profesores de la facultad el que concede la habilitación; allí la competencia no se da entre escuelas, sino entre universidades). Ahora bien, si se opta por mantener el modelo español vigente, resulta inexcusable el establecimiento de algunos principios, aunque sean pocos y discutibles, que esbocen cómo se gana en lo que la competición tiene de concurso y de oposición, pues ello no es sólo una garantía de acierto, de objetividad o de certeza, que hoy por hoy no satisface la LRU, y sobre el que, por cierto, no hace mucho el Tribunal Constitucional ha dado un importante aldabonazo. Así, por ejemplo, podrían servir de pauta la mayor antigüedad; el conjunto de publicaciones prestigiosas, nacionales e internacionales; el acervo de títulos, becas, premios o reconocimientos; contribuciones especiales en el ámbito docente, etcétera, y, por supuesto, alguna concreción acerca del contenido de las pruebas. El último borrador prefiere achicar el agua que inunda una parte del barco de la competitividad universitaria (endogamia), en lugar de tapar la brecha por donde entre, olvidando además la otra parte anegada (el criterio de la pertenencia al grupo), sistema este último de selección que sobrevive incólume y en solitario, ahora más fuerte y "necesario" que nunca. Claro, que si no deseamos darnos una Universidad científicamente competitiva, huelga todo lo anterior. Sólo seguirá sin explicarse la efectividad del derecho fundamental a acceder en condiciones de igualdad a los puestos docentes.

Javier Barnés es profesor titular de Derecho Administrativo en la Universidad de Huelva.

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