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Crispación

LUIS DANIEL IZPIZUA No sé si llegará alguna vez el día en que digamos que entre nosotros abundan la armonía o la belleza, o que hay demasiada concordia. Si tal fuera el caso, es probable que pronunciáramos esas palabras con cierto disgusto, algo aburridos acaso ante panorama tan apacible y del que no podríamos sacar provecho. Provecho, sí. Y es que resulta difícil utilizar esas palabras como armas arrojadizas, al menos si señalan una abundancia y no una carencia; es decir, si no ocurre con ellas lo que con la palabra paz que, como no la tenemos, podemos usarla como un misil, aunque sólo sea verbal: los amigos de la paz, los enemigos de la paz, etc. Tal vez por ello, preferimos las palabras de carga negativa, que no sólo sirven para describir una determinada situación, sino que, ahondan ese malestar que ellas mismas señalan. Nuestro diagnóstico de la maldad sólo suele servir para pasar inmediatamente a señalar quién es el malo. Hemos llegado a un punto en que necesitamos de un malo para sobrevivir. y eso es muy triste, y además peligroso. La palabra crispación, por ejemplo. Apenas escucho la radio, pero el día pasado presté atención un rato a un grupo de tertulianos que opinaban sobre la crispación de la sociedad vasca. Curiosamente, deslindaban con claridad el mundo de los políticos del mundo de los, digamos, paisanos, como si nada tuvieran que ver. La crispación que se daba entre los políticos no se daba entre la gente corriente, que viviría en paz y concordia, ajena a un enfrentamiento que, en realidad, no era el suyo. Bien, ese análisis puede ser fruto de un espejismo de aquellos tertulianos, incapaces de sospechar que una sociedad que no habla de lo que más hablan sus políticos es quizá una sociedad que no se atreve a hablar; o que si esa sociedad repudiara realmente esa dialéctica, no beneficiaría con su voto, como está ocurriendo, a los dos partidos que representan los polos opuestos de la misma. Pero ese análisis, más que a una bienintencionada miopía, bien podría responder a un solapado sectarismo, por más que se exprese en un tono de neutralidad seráfica. Cuando entre aquellos tertulianos, quien con mayor entusiasmo defendía la distinción entre políticos culpables y paisanos angélicos pasó a entrañas y desmenuzó los pormenores de esa crispación y sus agentes, el peso de la culpa basculó hacia la dirección de siempre. Quienes crispan son, por ejemplo, los que reaccionan ante ciertas declaraciones de Joseba Egibar en lugar de no darles importancia; en ningún caso Joseba Egibar. Es probable que las palabras de éste tengan, en efecto, menos importancia de lo que parece, pero, si es así debieran retirarlo y, desde luego, mientras tenga cancha, cualquier ciudadano tendrá derecho a replicarle y mucho más un político, en quien ese derecho será casi un deber. En definitiva, a callar, que es lo que hacen los paisanos. Esa misma tendencia a acotar a los crispados se pudo detectar en la reciente declaración parlamentaria aprobada por los partidos de Lizarra, en la que se acusa a los políticos y medios de comunicación de ser agentes de la crispación. Resulta sorprendente que un Parlamento se denuncie a sí mismo de forma tan palmaria, y tamaño mea culpa sólo puede tener una de estas interpretaciones: o bien que los políticos se propongan modificar su actuación, cosa escasamente creíble dado el contenido del documento aprobado, o bien que se denunciara la actuación no de todos los políticos sino justamente la de aquellos que no iban a aprobar el documento en cuestión. Es así como la palabra crispación se utiliza para ahondar distancias, es decir, para crispar más, y no sólo para realizar un diagnóstico. La paz no debe ser utilizada como un velo sagrado que ahogue el debate político. Así la utilizaba Franco, para quien su paz lo justificaba todo. No vivimos una situación comparable, pero los misterios maniqueos con los que se está gestionando la tregua ponen de manifiesto que el gran tema a debatir no gira en torno a la independencia, sino en torno al tipo de sociedad que buscamos: una fundada en valores liberales, cuyo sujeto político sea el individuo solidario, o una sociedad de adscripciones genéricas, en la que las fidelidades cualificadas predominen sobre la autonomía personal. Hay síntomas que apuntan en esta segunda dirección, y si discutirlos significa crispar, bienvenida sea la crispación.

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