El canonista gallego con fineza germánica
Antonio María Rouco nació en Galicia en 1936, que fue un año terrible. Su aspecto de corredor de fondo, las manos de agricultor correoso (o gruesas como las de un jugador de pelota vasca), el semblante austero, la nariz prominente, la estatura escueta, la mirada profunda y suave, los gestos tímidos y escasos, las gafas anchas y descuidadas. Se diría que es como el humilde y entrañable cura rural de Bernanos, culto, bienhumorado, paciente e ingenioso.Pero el cardenal Rouco es una roca. Ayer quiso ser irónico en una ocasión, cuando se le preguntó por sus futuras relaciones con los medios de comunicación, y le salió casi una bofetada: "No tengo inconveniente en celebrar misa para ustedes". Apenas una sonrisa, y punto final.
Es conservador hasta la exasperación, según sus detractores, pero no es imaginable en el resistente papel de su predecesor, el cardenal Quiroga Palacios; por ejemplo, en aquella conversación surrealista con el dictador Franco, que los historiadores sitúan con motivo de un Xacobeo.
Quiroga Palacios. Excelencia, hay que ampliar el aeropuerto, porque en año santo van a venir muchos peregrinos.
Franco. ¿Y si no vienen?
Q.P. Pero ¿y si vienen? El origen de Rouco se asienta en la localidad de Villalba, en la provincia de Lugo; es decir, el mismísimo pueblo de Fraga Iribarne. Convendría conocer las relaciones personales del presidente de la Xunta con el cardenal, pero no sería de extrañar que el primero haya perdido la paciencia alguna vez. "El único ser capaz de sorber y soplar al mismo tiempo", dijo Fraga, con cariño, sobre su entrañable amigo Pío Cabanillas. Rouco, no. El cardenal es templanza, prudencia, distancia y austeridad, pero en público carece de ironía; cuando decide hablar es directo y su sentido del humor es germánico.
La especialidad de Rouco es el derecho canónico y, para colmo, se doctoró en materia tan prosaica (pero también tan vaticana) nada menos que en la Universidad de Múnich, donde escribió en alemán una brillante tesis, que va a ser traducida ahora al español, sobre Estado e Iglesia en la España del siglo XVI. Así consta el título, por error, en la biografía oficial entregada ayer a los medios de comunicación, en su presencia, y el cardenal Rouco quiso corregir deprisa sus preeminencias: en el título, la Iglesia es antes que el Estado.
A la edad en que muchos brillantes eclesiásticos acceden a una sede episcopal como titulares, Rouco Varela ya era arzobispo de Santiago de Compostela y todos le prometían el capelo cardenalicio. Lo consiguió hace un año de manos del papa Juan Pablo II, un admirador de la simbología del apóstol compostelano. Su carrera se ha hecho siempre a la sombra del cardenal Ángel Suquía. Y se nota.
Hombre de idiomas (no sería extraño que, como Carlos I, hablase en alemán a su caballo, si tuviera, y en latín con sus feligreses), gran profesor (fue vicerrector de la Pontificia de Salamanca, a las órdenes del arzobispo Fernando Sebastián, su rival de ayer), escritor de estilo y garra, trabajador infatigable, viajero, el cardenal Rouco está llamado a dejar una huella profunda en la Iglesia española del próximo milenio, pero algunos querrían verlo en Roma aspirando al papado cuando se mueva el escalafón. No parece fácil, aunque se empeñen sus admiradores, que son legión.
Es cuestión ya debatida que para acceder al pontificado hay que haber bregado durante años en una diócesis (Rouco lo ha hecho), pero, sobre todo, conocer al dedillo la curia vaticana. Y a Rouco esas sutilezas, de tener la oportunidad, terminarían por aburrirle. Ayer, ante los periodistas, sin que nadie le preguntase, se empeñó en quitar relevancia o simbología a su reciente viaje a Roma, el pasado mes de febrero, adonde se dijo que acudió para recibir los impulsos papales para la votación de ayer y otros empeños. Rouco dijo que había ido a una reunión de obispos, "y todo lo demás pertenece al campo de la fantasía".
¿A quién vio? ¿Con quién habló?
Respuesta: "En Roma se habla con mucha gente".
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