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Gente guapa

Pocas veces me he sentido tan humillado. Era una noche de verano, las terrazas de la Castellana estaban a rebosar y decidimos entrar en una conocida discoteca con pretencioso nombre británico. Había cola y observé cómo el portero escrutaba intensamente a los clientes antes de autorizar su acceso. "¿Van juntos?", preguntó al llegar nuestro turno, le dije que sí, a lo que me respondió de inmediato que aquello era una fiesta privada y no podíamos pasar. Aunque aquello me resultó extraño, al principio hasta le creí.Sin embargo, cuando ya nos habíamos alejado unos metros de la puerta, un joven que salía del local y había presenciado la escena se acercó hablándome en voz baja. "Los calcetines de tu amigo", me dijo, "resultan demasiado claros, y aquí con eso son muy estrictos".

Miré hacia abajo y, efectivamente, llevaba unos calcetines de color crema, unos calcetines que seguramente no eran de Armani, pero que a mí me parecieron cuando menos normales. Tardé semanas en asimilar tamaña estupidez.

Dos meses después, alguien alivió mi indignación contándome que ese mismo portero había rechazado por parecidos motivos a un miembro de la Casa Real al que no reconoció. Lo mejor, sin embargo, llegó un año después, cuando los propietarios de la sala abrieron un restaurante de postín en el mismo lugar y con el mismo nombre dirigiéndome una carta ciertamente pelota por mi condición de periodista. La venganza es un plato que se sirve frío y no pude resistir la tentación de llamar al empresario y expresarle con sorna que, sintiéndolo mucho, jamás visitaría un local cuyos propietarios discriminan a los clientes por el color de sus calcetines.

Con el paso del tiempo tuvimos noticia de cómo en ése y otros locales parecidos discriminaban a la clientela por el color de su piel. En los últimos días, empero, un episodio puntual ha puesto de manifiesto hasta dónde puede llegar al afán selectivo y exclusivista de quienes pretenden componer su clientela con la denominada "gente guapa". Pablo Insúa, un joven de 25 años que nació con espina bífida, acudió un viernes por la noche con sus amigos a la sala Cheyenne, un conocido disco-bar de la avenida del Brasil. Al principio, con el follón, le dejaron pasar, pero salió a tomar el fresco y cuando quiso volver al interior el portero del local le negó el acceso. Ante la pregunta del joven sobre la causa del rechazo, el empleado entró en una disertación surrealista sobre la seguridad del local. Pablo pidió que viniera el encargado, un señor muy fino que con una frialdad estremecedora manifestó que él era el responsable de aquel negocio y que tenía que discriminar a una persona para garantizar la seguridad del resto de los clientes. El tipo explicaba que en caso de incendio o reyerta estorbaría para una rápida evacuación, y que, mientras que los jueces no le garantizaran que él no era responsable de lo que ocurriera dentro del local, tendría que impedir la entrada a quienes vinieran con muletas o en silla de ruedas.

En esa plática estaba a las puertas del establecimiento cuando del interior salió sonriente un joven que caminaba apoyándose en unas muletas. Éste no sufría minusvalía alguna, sino la rotura en una pierna provocada por un accidente deportivo. Sus movimientos, por la falta de costumbre y el peso de la escayola, eran bastante más torpes que los de Pablo, si bien su lesión era de carácter temporal y no rompía, por tanto, la estética del lugar. El afectuoso saludo que al salir le dedicaron al escayolado los responsables de la sala puso de manifiesto hasta qué punto el argumento que esgrimían era sólo una cínica excusa para impedir el acceso a un minusválido que podía desentonar con su clientela.

Con la ley de espectáculos en la mano, negar el acceso a un cliente a causa de sus problemas de movilidad es simplemente ilegal, aunque, desde un punto de vista ético, esa transgresión de la ley es lo de menos.

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El rechazo motivado por una minusvalía es, por encima de todo, una acción indigna, cruel e insolidaria. Una sublimación fría y deleznable de la imagen física con fines lucrativos en detrimento de la moralidad. Lo del color de los calcetines era estúpido; esto, una canallada.

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