Medicina: confidencialidad e información JOAN SUBIRATS
En pocos días han coincidido diversas noticias que han puesto de manifiesto la necesidad de mejorar y tratar más adecuadamente los temas de información y confidencialidad que rodean la relación personal sanitario-ciudadano. El caso de los niños prematuros en Gran Bretaña es, en este sentido, emblemático. No porque sea un caso frecuente, sino precisamente por su excepcionalidad y gravedad, nos obliga a repensar todo el proceso de información entre médicos y enfermos. Recordaremos que se trata de un caso en que 122 niños prematuros fueron objeto de un experimento clínico (el uso de una nueva tecnología respiratoria) sin que los padres fueran conscientes del riesgo que corrían sus hijos (28 de los cuales murieron y 15 sufrieron disfunciones mentales significativas). Al margen del debate sobre si esas cifras son normales o no en ese tipo de patologías, lo relevante desde mi punto de vista es que mientras que los padres afirman que en todo momento desconocían los riesgos que corrían con el nuevo tratamiento que les vendieron, el hospital y el personal sanitario afirman contar con los escritos de autorización de los padres. Todos sabemos que el personal sanitario tiene la obligación de informar y recibir la aquiescencia del enfermo antes de iniciar ciertos tipos de tratamiento. Y ello es así, ante todo, para atender las recomendaciones de los códigos deontológicos y la legislación sanitaria, pero también para disponer de ciertas garantías en caso de reclamaciones posteriores (la famosa "medicina defensiva"). Curiosamente, hace unas semanas se ha tenido acceso a datos (La Vanguardia, 8 de febrero) que revelan notables disfunciones en este tipo de procedimientos de información-consenso con el ciudadano sujeto a tratamiento. La revista del sector Medicina Clínica afirma que en el 97% de los protocolos de ensayos clínicos analizados (ensayos de los que se debe informar al usuario, y obtener su permiso) se requerían estudios superiores para su comprensión. La revista afirmaba con rotundidad que casi el 100% de esos escritos sufrían de ilegibilidad, y en la mitad de los mismos nada se decía sobre el facultativo responsable del tema o no se hacía un balance entre el riesgo y el beneficio del tratamiento propuesto, con lo que la editorial de la citada revista concluye que todo hace suponer que el consentimiento del enfermo acaba siendo más un instrumento de defensa de los profesionales ante posibles reclamaciones judiciales que un verdadero instrumento de información. En otro orden de cosas (véase EL PAÍS del 16 de febrero) se ha mencionado que el Departamento de Sanidad de la Generalitat está estudiando la posibilidad de crear un registro de personas portadoras del sida. Parece que los médicos, en su mayoría, prefieren que en ese registro figure el nombre completo del paciente, así como datos sobre el tratamiento que sigue y la vía por la que se contagió. La noticia no ha agradado a las organizaciones de voluntarios y familiares que asisten a esos enfermos, ya que sin estar en desacuerdo en que ese registro pueda ser de utilidad para los propios pacientes, consideran que de hacerse de la manera que los facultativos prefieren, ello les estigmatizaría y les discriminaría. No parece que vayan desencaminados esos colectivos cuando afirman que es la pura comodidad la que motiva el que no se busquen fórmulas más anónimas y más respetuosas para con la dignidad personal de cada cual. Más allá del caso, que aún está por resolver, lo significativo es el debate sobre la necesaria confidencialidad que debe acompañar al uso de la información privilegiada que recibe el personal sanitario y a su difusión entre otros profesionales, los familiares del enfermo u otros colectivos e instituciones. La relación médico-paciente, o más en general, institución hospitalaria-usuario, es tan desigual que fácilmente puede desembocar en abusos de todo tipo. En la medida en que en otras épocas esa relación se basaba en un vínculo de confianza muy personalizado (el médico de la familia, el médico del pueblo o del barrio), las posibilidades se reducían. El nuevo marco de esas relaciones es hoy el gran o pequeño hospital o centro sanitario, en el que normalmente las relaciones tienden a despersonalizarse, o como mínimo a fragmentarse por especialidades y servicios de muy diverso tipo y con muy diversos profesionales. A ello ha de añadirse la total informatización de los expedientes e historiales clínicos, con los consiguientes problemas de acceso y de protocolos de confidencialidad. Es innegable que al entrar en una institución sanitaria uno tiene la sensación de andar por ella desnudo, a la vista de todos, mientras que la opacidad y la impenetrabilidad (revestida de lenguaje y de técnica indescifrable y de corporativismo) son notorias cuando se trata de saber quién es responsable del qué y del cómo. Creo que empieza a ser urgente que se extiendan las comisiones de bioética en los hospitales, y que se generalicen los instrumentos que garanticen procedimientos y garantías en la información al enfermo, a sus familiares y a la sociedad, así como los protocolos que garanticen la confidencialidad de la información clínica depositada en el centro sanitario. Ése es el camino emprendido en algún hospital (he tenido ocasión de examinar un primer documento del Parc Taulí de Sabadell, y me gustaría pensar que existen en otros centros). Pero es sobre todo importante que, para evitar en parte los problemas mencionados, ése no sea un tema que se lo guisen y se lo coman sólo los profesionales. Es importante que la sociedad, con los procedimientos que se arbitren, pueda también colaborar en el buen funcionamiento de la cuestión. En realidad, ciudadanos y personal sanitario tenemos un objetivo común, la calidad de la sanidad y el respeto de los derechos de cada cual, y en esa línea las alianzas son deseables y deben ser posibles.
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