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400 kilómetros de ampollas

La noche caía sobre Córdoba cuando los mineros de Encasur entraban en la ciudad, después de tres jornadas de caminata y más de 80 kilómetros recorridos. Tres mil personas venidas de la comarca carbonífera del Alto Guadiato les esperaban a las afueras de la ciudad. Era el último día de paseo, después de tres días de excursión por su comarca. A su paso, los comercios se cerraban para saludar en la carretera. Tal o cual personalidad local se acercaba a compartir unos kilómetros. La entrada a Córdoba no podía ser de otra manera: allí estaban sus gentes para recibirlos, en la última concentración de sus convecinos hasta su llegada a Madrid, prevista para el 12 de marzo, dentro de 400 kilómetros de marcha y un rosario de ampollas en los pies. Los manifestantes, tocados con lazos verdinegros, coreaban consignas y tiraban petardos. Nadie escapó a las críticas de los mineros: "¡Esto es un infierno, la culpa es del Gobierno!", "¡Chaves, escucha, el Guadiato está de lucha!". Las caras de los trabajadores eran de felicidad, acompañados por sus gentes y saludados por los vecinos de Córdoba, todos en lucha por la supervivencia de la minería de la zona, presente y futuro de la comarca. Para eso marchan. Hasta la tuna de Ingenieros les hizo un guiño de apoyo. Les cantaron Soy Minero. Los trabajadores cerraron su recorrido urbano en el Palacio de Deportes de Vista Alegre, habilitado por el Ayuntamiento de Córdoba para acoger a los participantes en la marcha. Una vez dentro del pabellón, con las gradas repletas de público, baño de aplausos. Los mineros, radiantes. El consistorio cordobés tenía bien preparada la llegada. Una legión de voluntarios de Cruz Roja estaba dispuesta a revisar ampollas y contracturas musculares; las mesas para la cena, perfectamente dispuestas, vestidas de blanco con sus sillas a juego; la cena, en su punto: aperitivos, revuelto de champiñones, lomo a la provenzal y tarta de limón, acompañado todo de vino de Rioja y agua. No faltó detalle. Las colchonetas limpias, el agua caliente de las duchas. Hasta tenían preparado un baño en la piscina climatizada, pero los mineros pasaron porque, decían, no llevaban en el petate impedimenta para ese lujo. Todavía estaban en casa, en territorio conocido, y acompañados por los suyos. "Manoli, ¿dónde está la camisa limpia?", preguntó uno mientras revolvía la mochila. Rápidamente, Manoli tomó las riendas. Muda limpia, y lo sucio, a una bolsa y a la lavadora. "¡Niño, que nos vamos!", gritaba una madre a un chiquillo de no más de doce años. "Que no, que me quedó a cuidar a papá", aseguraba el muchacho aferrado a uno de los participantes en la marcha. Pero era el momento de la despedida. Abrazos, risas y lágrimas precedieron al silencio de murmullos que llenó el pabellón cuando los autobuses con los familiares y amigos partieron de regreso a la comarca minera. Era el momento de pasar a la enfermería a reparar ampollas y tensiones musculares. Nada grave. Sólo Juan, el más antiguo de los trabajadores de Encasur, con 25 años de servicio, no podría seguir adelante por problemas de tensión. Las lágrimas vinieron a su rostro. Nadie podía -ni pudo- convencerle de que aquello no era un abandono. Juan sigue, pero hará parte del trayecto en los coches de apoyo de la marcha. Y la marcha siguió ayer, paso a paso, camino de Madrid, cada vez más lejos del hogar y de la familia... Por delante una carretera de 400 kilómetros. El paseo se ha acabado. Ha empezado la dura marcha contra un futuro negro.

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