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Tribuna
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Normandos y sajones

Para ningún político, ni aun el más ignorante, constituye un secreto que el Ministerio de Cultura es dos veces mínimo: mínimo en razón de su presupuesto y mínimo porque tiene casi todas sus competencias transferidas. El Museo del Prado depende todavía del Ministerio de Cultura, y también depende de él la Biblioteca Nacional, y algunas otras desparramadas por aquí y por allá. Pero en esto, o poco más, se queda la cosa. ¿A qué se debe entonces que los nacionalistas se lo tomen tan por la tremenda y que hayan convertido el desahucio de la Casa de las Siete Chimeneas en un punto importante de su programa reivindicativo?Por supuesto, está la demagogia, una demagogia subida y chirriante. Pero esto no es todo. Los nacionalistas acumulan razones de carácter más profundo, y sólo entendibles de veras cuando se hace el esfuerzo de contemplar el panorama desde su peculiar punto de vista.

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El anhelo básico de los nacionalistas no es el democrático de autogobierno. El autogobierno, interpretado democráticamente, no tiene por qué apelar a las unidades concretas de Euskadi, Cataluña o Galicia: puede apuntar más arriba -a España, o a Europa- o más abajo -al nivel municipal o subregional-. La idea nacionalista es más bien que existen formas colectivas de ser, y que la política ha de quedar subordinada a estas realidades previas, de índole cuasi natural. De momento, hemos situado ya a la cultura en el plano que importa a los nacionalistas: la cultura es la expresión social de destinos comunales anteriores a la acción deliberada del hombre. Si interrumpiéramos aquí el razonamiento, nos quedaríamos con un argumento un tanto pintoresco, aunque no incoherente, contra la idea misma de un Ministerio de Cultura. Los ministerios de Cultura resultarían impugnables en tanto que ortopedias o artificios superpuestos a la cosa formidable que es la cultura en su dimensión preinstitucional. Pero los nacionalistas no impugnan universalmente los ministerios de Cultura. Al revés, están prestos, prestísimos, a resucitarlos dentro de sus propios territorios, y a dotarles de medios y ambiciones que dejarían tamañito al Ministerio de Cultura español. ¿Cómo comprender esta extraña situación? La única explicación es el pensamiento esquizoide: nuestros nacionalistas estiman que la cultura es anterior a las instituciones, pero opinan simultáneamente que las instituciones deben corregir lo que la historia ha desarreglado. Deben anular las mixturas y complicaciones que provocan que Cataluña y Galicia sean bilingües, o que los donostiarras o los bilbaínos hablen casi todos en castellano. De resultas, nuestros nacionalistas son en realidad ingenieros sociales. Su modelo moral no es el respeto de las culturas existentes, sino el voluntarismo de Massimo d'Azeglio cuando dijo célebremente: "Hemos inventado Italia. Ahora tenemos que inventar a los italianos". Y ahí concluye el asunto. El liberal que sume sus voces a las protestas nacionalistas contra el Ministerio de Cultura habrá elegido los socios equivocados. Los nacionalistas quieren un estatismo acentuado y desplazado. De ninguna manera, menos estatismo.

Este estatismo, además, no puede ser incruento. Tomemos, qué se yo, a la supuesta cultura vasca, vinculada a la supuesta identidad vasca. O la cultura vasca incluye a Unamuno y Baroja, y entonces no es incompatible con la española, sino parte de la española, y por ser parte de la española, inútil como elemento diferenciador, o la cultura vasca excluye a cuantos escritores vascos se expresaron en lengua castellana o no fueron hostiles a España. Pero entonces queda muy empobrecida, o lo que es peor, deja de ser un elemento referencial para quienes, siendo vascos, han leído con pasión a Unamuno o Baroja. La averiguación de una cultura vasca castiza conduce por lo derecho al desplazamiento hacia los márgenes de la mayor parte de la población vasca, y adquiere por modo inevitable tonos y acentos guerracivilistas. Nuestros nacionalistas no son la voz de los oprimidos. Son el clarinazo, el anuncio adelantado de una vocación de hegemonía incompatible con el pluralismo constitucional. Recuerden a Walter Scott y sus escenografías medievales. Nuestros nacionalistas aspiran a ser los normandos disfrazados de sajones.

Álvaro Delgado-Gal es escritor.

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