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Alcalá Zamora, un liberal en el vértigo de la polémica

Nacido en 1877 y muerto en el exilio bonaerense el 18 de febrero de 1949, el cincuentenario de la desaparición de Niceto Alcalá Zamora corre el peligro de pasar inadvertido. Sería no sólo una injusticia, sino también una lástima porque los méritos del primer presidente de la República resultan indudables y porque el destino de su figura histórica testimonia que las excelentes intenciones no siempre son premiadas por el éxito ni por el aprecio públicos en esta áspera España.Cuando, en abril de 1931, fue proclamada la Segunda República española, Niceto Alcalá Zamora ocupaba la presidencia del Gobierno provisional republicano tras haber militado largos años en el campo monárquico. Su cambio de adscripción política se debió, como el del conservador Miguel Maura, a la dictadura de Primo de Rivera, que había parecido hacer incompatibles el respeto por la Constitución y la Monarquía. Durante muchos años, Alcalá Zamora había estado adscrito al partido liberal e incluso había tenido su propio grupo político, aunque minúsculo. Antiguo seguidor de Romanones, cuando, en 1922, se formó el Gobierno de Concentración Liberal alcanzó la categoría de ministro en una responsabilidad de tan decisiva importancia como el Ministerio de la Guerra, que no desempeñaba ya cuando Primo de Rivera dio su golpe de Estado. En sus memorias, Alcalá Zamora asegura que aquel régimen "no fue cruel más que episódicamente y con distanciada rareza". Pero a él y a sus seguidores les sometió a persecución, quizá en minucias, tan hiriente y asidua como para privarle de cualquier respeto por la institución monárquica.

Tanto Niceto Alcalá Zamora como Miguel Maura fueron católicos y constitucionalistas; querían una República moderada, quizá no muy avanzada, pero sólidamente instalada en la democracia. Del primero describió el segundo en sus memorias unas virtudes objetivas que muy a menudo fueron olvidadas por otros protagonistas de la vida política en la etapa republicana; "bondad, patriotismo, honradez acrisolada y ferviente deseo de acierto". A todo ello se podría añadir su experiencia administrativa o su sentido del Estado, un ejercicio habitual de la prudencia en una política muy tensa como la de los años treinta y una formación jurídica de calidad. Fue esta última y su torrencial oratoria las que le proporcionaron sus primeros éxitos políticos.

Todas estas virtudes tenían, sin embargo, sus contrapartidas. La primera era que el primer presidente de la República seguía siendo un hombre de la vieja política, es decir, un personaje involucrado en los inevitables personalismos y clientelas de la vida pública en un sistema de liberalismo oligárquico. En sus memorias lo descubre cuando afirma haberse convertido en "consultor y gestor de todos" en el Priego natal, el distrito de Córdoba que le elegía, y dedicar una buena parte de su trabajo al "cultivo parlamentario", es decir, a satisfacer los intereses materiales de su distrito. Su oratoria, que le había convertido en ministrable en 1912, con un discurso contra las reivindicaciones catalanistas, a las que acabaría contribuyendo a dar satisfacción en la etapa republicana, fue el mejor testimonio de la política de otros tiempos. Maura decía de ella que el oyente quedaba, después de un discurso de don Niceto, "molido y para el arrastre" por su barroquismo expresivo, Pla la comparaba con las cataratas del Niágara y Azaña le atribuía "una holgura de palabras desproporcionada con el contenido". Todo esto pueden parecer anécdotas, pero en la mente de sus adversarios se vinculaba a lo que consideraron como su peor defecto. La tragedia de Alcalá Zamora es que, habiendo sido indudablemente bienintencionado e incluso no habiendo errado en muchas ocasiones decisivas en que otros personajes se equivocaron de medio a medio, se le achacó hacer, aunque con mayor preparación que Alfonso XIII, lo mismo que se atribuía a éste, es decir, intervenir en exceso en la vida política asumiendo en ella responsabilidades que no le correspondían o, al menos, complicado los avatares políticos en unas crisis gubernamentales interminables.

Alcalá Zamora fue elegido como presidente de la República en 1931 para tratar de mantener un apoyo en el mundo de la derecha social española, una vez decidido el contenido de la Constitución en materia religiosa, con el que se había mantenido en desacuerdo. Sus observaciones críticas a la Ley fundamental, no sólo en esa materia, estuvieron llenas de buen sentido, y su deseo de integrar a la derecha en las instituciones parece evidente. Por otro lado, su conservadurismo social no le impidió mantener una apertura a reformas esenciales en ese proceso de modernización que supuso la República. Pero su carácter susceptible y su propia posición moderada le convirtieron en difícil de soportar, primero, para Azaña y los gobernantes de izquierda del primer bienio republicano, pero también, inmediatamente a continuación, para las derechas. Aunque cometió errores, en especial al promover a figuras de segundo orden cuyo protagonismo derivaba tan sólo de su amistad con él, acertó en lo fundamental. Quiso que la República fuera para todos y demostró en sus decisiones fundamentales que su juicio sobre las circunstancias políticas españolas era certero. En 1933 disolvió un Parlamento de izquierdas y ganaron las elecciones las derechas; en 1936 hizo lo mismo con uno de derechas y vencieron sus adversarios. Tanto las izquierdas como las derechas vieron en él un obstáculo cuando, en realidad, eran sus propios defectos e insuficiencias, su sectarismo y su visión excluyente los causantes de sus propios males.

Ni unos ni otros le perdonaron. Su injustificable destitución se hizo acudiendo a un procedimiento fraudulento en estricta interpretación del texto constitucional. Se le acusó de haber disuelto unas Cortes que no debían haberlo sido cuando el resultado de las elecciones testimonió el cambio de la opinión pública, y, por si fuera poco, los vencedores habían estado clamando por la destitución durante muchos meses. Para quienes lo hicieron, esa medida se imponía, pero no sólo no resolvió nada, sino que constituyó, por la flagrante ilegalidad, un primer paso en el plano inclinado hacia la guerra civil. La falta de respeto a la Constitución en sus más estrictos términos demostró la crisis del sistema democrático republicano. No es el menor de los méritos de Alcalá Zamora que derecha e izquierda estuvieran en su contra y que ninguno de los beligerantes de la guerra civil le juzgara digno de otra cosa que el insulto y el exilio.

Javier Tusell es historiador

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