Dieta
En su novela La cabeza de plástico, Ignacio Vidal-Folch traza un divertido apunte sobre el negocio de las artes visuales, con sus directores de museo, sus críticos, sus galeristas, sus profesores de estética y (como elemento prescindible dada la abundancia de la oferta) sus artistas. Es un relato que expone con brío la paradoja de que las artes visuales más furiosas y radicales se hayan convertido en un ornamento del Estado. Sin embargo, Vidal-Folch es literato y siente una indudable simpatía por el artista, el cual, aunque último y más débil eslabón de la cadena, sigue siendo peligroso para el poder. Bien al contrario, en un capítulo de La sabiduría de los modernos, André Compte-Sponville ve el asunto como filósofo. Para él, la inexistencia de una "belleza moderna" es algo inevitable, una fatalidad de nuestro tiempo, así que el artista actual es tan sólo un ingenuo que no se entera de nada, un colaborador del poder que ni siquiera se percata de serlo.Sea desde la fraternidad del novelista o desde el rechazo moral del filósofo, podríamos llevar a cabo un experimento. Asumamos la exigencia de los partidos nacionalistas y cerremos el Ministerio de Cultura durante 10 años. Su caudal puede emplearse en mejorar la vida de los presos, por ejemplo. ¿Cómo afectaría un ramadán de 10 años al gremio artístico? ¿Cambiaría la producción? ¿Aparecería una rebeldía dañina? ¿Crecería la afición? Una vez concluida la década, podríamos comparar el panorama español con el de las autonomías, cuyos consejeros culturales (me temo) habrían seguido usando a sus artistas como ornamento de la patria y soporte de publicidad. Si la comparación da un empate, entonces lleva razón el filósofo y no hay nada que hacer. Pero si no, a lo mejor aún queda alguna bomba en el bolsillo de los artistas.
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