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Pequeños extranjeros

PEDRO UGARTE Un reportaje aparecido esta semana en la prensa bilbaína daba noticia de los más de 2.000 niños de procedencia extranjera que cursan estudios en la comunidad autónoma vasca. Su origen revela la doble tendencia cultural y demográfica en la que nos vemos inmersos: por un lado, la existencia de contingentes cada vez más notables de ciudadanos de otros países de Europa que viven entre nosotros, y, por otro, el aluvión de inmigrantes que desde el Tercer Mundo viene al norte en busca de mejor fortuna. Este nuevo contexto es una oportunidad para fomentar la tolerancia y las actitudes antidiscriminatorias en las generaciones llamadas a sucedernos. Aunque uno sospecha que la integración no será tan fácil como predican estos buenos deseos. A los prejuicios que aún subsistan se superpone una realidad cruel, por más que reseñarla no resulte políticamente correcto: los niños son crueles, odian la diferencia y se mueven como inquisidores sin inhibición alguna. La inocencia de los tiernos infantes es una leyenda que propaga un discurso pacato basado en la sensiblería. A los niños sólo les salva de su maldad la inexperiencia. No hay sociedad más dictatorial, no hay lugar donde se halle más proscrita la disidencia que el patio de un colegio, donde los diferentes han sido, son y serán humillados por sistema: los demasiado altos o los demasiado bajos, los demasiado listos o los demasiado tontos, los que tienen demasiados granos en la cara o demasiados kilos de peso. En esas condiciones, a los demasiado morenos o demasiado amarillos no puede esperarles nada bueno. Pero que las cosas están cambiando quizás lo demuestre el hecho de que esas torturas psicológicas ya sólo se practican entre los niños más pequeños, y que los jóvenes de hoy representan al respecto una esperanza. La adolescencia, que es una etapa decisiva en la evolución de las personas, supone hoy mismo una oportunidad para fomentar criterios de igualdad y, sobre todo, de respeto a los que son diferentes. Claro que el reportaje acerca de los escolares extranjeros en el País Vasco revelaba otros datos, datos absolutamente impagables que, más que con la raza, se emparentan con la renta familiar: la abrumadora mayoría (prácticamente es la norma), de los niños y las niñas procedentes de Marruecos, Portugal, China o Brasil, acuden a la escuela pública, mientras que los franceses o los alemanes se dirigen a la escuela privada. Al margen de las bondades e inconvenientes de una u otra red de enseñanza, entre la gente de pasta no parece haber división de opiniones. Se trata de una de esas evidencias que la realidad se empeña en constatar, a pesar de las campañas en favor de la escuela pública, que como tales campañas son loables y solidarias, pero que a los potentados realmente no seducen. Volviendo a la sensación de extranjería de algunos de nuestros pequeños, habría que preguntarse si todos ellos vienen afectados de la misma manera por el rechazo social: ¿De verdad los chicos franceses tendrán dificultades para ocupar un lugar en las terrazas donostiarras el próximo verano? ¿Y los magrebíes? ¿Estudiar en el colegio alemán (es un decir) constituirá una lacra? ¿Y en algún centro de Bilbao La Vieja? ¿Tienen algo que temer de nuestra consideración los hijos de los británicos? ¿Y los de las brasileñas? Porque ¿no habrá más hijos de soltera involuntaria entre los cariocas que entre los teutones de Neguri? ¿Por qué a los competentes ejecutivos que trabajan en el European Agency for Safety and Health at Work, de la Gran Vía de Bilbao, nadie les llama inmigrantes? Uno teme que todas estas son preguntas retóricas. El camino es muy largo y la pasta lo confunde todo. Ya entre nuestros nuevos paisanos la escuela y el ambiente marcarán diferencias insalvables Somos ante todo racistas económicos, racistas culturales y, en consecuencia, profundamente hipócritas.

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