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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Tan cerca, tan lejos MERCEDES ABAD

El arte y el pueblo son dos cosas que, hoy por hoy, siguen a años luz, pese a los denodados y muy loables esfuerzos que hacen algunos por acercarlos. Sin embargo -¡bendita seas tú entre todas las antítesis!-, si un alienígena hubiese aterrizado la otra noche frente a la puerta del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) y hubiese observado la enardecida muchedumbre que se daba de tortas para conseguir entrar y las desoladas expresiones de los que se quedaban fuera mendigando entradas bajo la inconmovible mirada de centurión de los seguratas, sin duda se habría llevado a su terruño la impresión, tan falsa, voto a bríos, de que por estos pagos nada hay que acelere tanto los corazones como la perspectiva de meterse en los museos. Abajo, el Elèctric Cafè, un acontecimiento que tiene lugar una vez al mes en el CCCB, había convertido el amplio vestíbulo subterráneo en una discoteca abarrotada de una clientela ilustrada, moderna y, a juzgar por la abundancia de pelos decolorados, rabiosamente artística. Al ritmo endiabladamente voluptuoso de la música reggae servida por The Nairobi Trio, algunos de los happy few que habían conseguido entrada mostraban un arte irresistible para la contorsión, con lo que durante unos instantes el arte y el pueblo parecían fundirse en una única e indisoluble entidad. Otros preferían arrellanarse en una butaca del auditorio, donde echaban La Gran Juerga, de Gérard Oury. Algunos más se pillaban una cerveza en la barra al módico precio de 200 calandrias y merodeaban a placer por todas las instalaciones del museo, la totalidad de cuyas exposiciones queda abierta al público del Elèctric Cafè para que cada cual se monte la velada a la carta, triscando alegremente de arte en arte. En un espacio delimitado por mamparas, un mocetón, dueño de una carrocería definitivamente artística, está despatarrado en un sillón, con los ojos cerrados y en estado prelevitatorio, mientras escucha por los auriculares la música compuesta por Víctor Nubla para La caja de música, la instalación que Xabela Vargas, una artista interesada en crear espacios mentales para la evocación, ha inaugurado horas antes en el marco de Intermix, Arts en directe. Amén de acercar el arte a la gente, Intermix se propone unir a lo largo de varios días a creadores de distintos ámbitos en un espacio común. Cuando estoy a punto de hacer una oferta para llevarme la instalación a casa, alguien me advierte que el mocetón no forma parte de ella y abandono la idea. Una sigue aspirando a fundirse con el arte, pero todo tiene sus límites. Sueño de cristal es el título de la instalación propuesta por Xabela Vargas para la segunda jornada de Intermix. Cuando llego al CCCB, la imagen es impactante: en medio de una semipenumbra digna de un cuadro barroco, cuatro bloques de hielo iluminados cenitalmente con una luz azulada han sido colocados sobre unos barriles. Los barriles están llenos de agujeritos; así, cuando el hielo se funda, el agua irá a parar al barril en vez de dejarle el museo hecho un pantano al señor Ramoneda, un tipo aguerrido que, en los años que lleva al frente del centro, ha dado señales de entender que la función de un museo como el que dirige es la de convertirse en una plataforma abierta a todas las tendencias del arte, en particular en una ciudad donde, a falta de espacios, los creadores siguen teniendo problemas para mostrar sus trabajos. Ver a los cuatro performers invitados a esculpir el hielo a lo largo de siete horas mientras Wesak ejecuta una música donde se unen Oriente y Occidente es bastante impresionante. Ahí está el lama Geshe Wangchen, director de la casa del Tíbet, manejando el cincel y el martillo con tal impasible serenidad que uno sospecha si no habrá sido Miguel Ángel en una anterior encarnación. Mientras Carlos Pazos funde el hielo con la caricia de un corazón caliente dibujado en una plancha de hierro, Silvia Canosa, arquitecta, ataca su bloque con furiosa y reconcentrada determinación para convertirlo en una alegre pecera llena de peces de colores. Mención especial merece el músico Eduardo Polonio, quien envuelve su bloque con cintas de antiguas grabaciones suyas para prenderle fuego después, con lo que se convierte en el hombre que más vueltas ha dado alrededor de un pedazo de hielo.

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