La España de las ideas
La retórica un poco hueca del congreso del Partido Popular y la reiterada atención entre los comentaristas, políticos, profesores, etcétera, a los problemas vascos, esos que he llamado los agravios ficticios, hace saltar la alarma sobre lo poco enfocado que está en nuestro país el debate sobre las ideas y los proyectos de vida en común de esta vieja y querida España, nación de naciones y de regiones. Puede parecer, por mis opiniones expresadas, que soy muy comprensivo con el Partido Popular, y que tiendo a no criticarle en demasía. Quizá sea porque es un partido hoy clave para la vida política española, que gobierna en el Estado y en la mayoría de las comunidades autónomas y de los ayuntamientos, y que merece todo el respeto que la soberanía popular le ha otorgado, es decir, el que le da su legitimidad de origen. Cuando el PSOE, hace algunos años, estaba en una posición semejante con similar legitimidad, reproché en numerosas ocasiones las tácticas agresivas, la falta de respeto y la consideración desde la dialéctica del odio que se desprendía de muchas de las críticas y ataques populares, especialmente a partir de que Álvarez Cascos se hiciera cargo de la secretaría general. Siempre pensé que estaban tirando piedras contra su propio tejado y que alguna vez se encontrarían en la misma situación. Ésa es la razón para que intente predicar con el ejemplo y no cometer el mismo error. No comulgo ni con el liberalismo económico, ni con la fe militante en el mercado como solución para todo, ni con el desmantelamiento permanente, aunque suave, en la educación y en la enseñanza pública, pero entiendo que esas discrepancias no me permiten descalificarle, ni aplicarle la dialéctica amigo-enemigo. Me basta con que mantengan en la práctica su afirmación, reiterada hasta la saciedad en el congreso, de que nuestro futuro entronca y depende de los valores y de la estructura organizativa que establece nuestra Constitución. Me basta coincidir con ellos en esas reglas del juego.
Sin embargo, ese respeto y esa consideración no me pueden inhibir para transmitirles abiertamente los hechos incómodos y, en ese sentido, mi opinión sobre su XIII congreso es poco positiva. No he visto debate de ideas y sí empiezo a percibir, como ya denuncié en su tiempo con el PSOE, en su aparato a legiones de prebendados agradecidos que restituyen su deuda con adhesiones inquebrantables al jefe. Y no es cierto que las ideas se hayan diluido, y que poca distancia separe a sus puntos de vista de los del PSOE; existen todavía muchas ideas desveladas por los clásicos que están sin realizar y que marcan distancias abismales entre las dos formaciones. Otra cosa es lo que los ciudadanos vayan a escoger, y también que los responsables socialistas sepan expresar con claridad su identidad, sin perderse en mezquindades ni pequeñeces. Eso supone volver a los debates de las ideas y de los grandes valores que están en nuestra Constitución y que no se han plasmado en nuestra realidad política y jurídica, y, por consiguiente, no han marcado la vida de nuestros conciudadanos. Empeñarse desde la oposición en la ilusión de que se puede repetir la táctica que resultó un éxito para el Partido Popular sería un error descomunal y sería, además, repetir una inmoralidad política que no merece imitación.
Por otra parte, seguir el juego a los nacionalistas inventores de agravios históricos inexistentes y diseñadores de unos proyectos de futuro imposibles y que generan tensiones y enfrentamientos insoportables es otro error, que nos aparta de las ideas y ahonda el vacío de racionalidad de nuestra vida política. Es verdad que en ese mundo hay una realidad, en la que la democracia se juega mucho, y que es la falta de respeto a la vida, y el depósito de odio que una política nacionalista ha mantenido vivo en ese fragmento de ciudadanos que vota a HB, y que en su delirio parece haber contagiado a dirigentes y a militantes del PNV. En algún caso, incluso sorprenden actitudes juveniles en personas de una cierta edad y madurez política. De todo eso hay que ocuparse, intentando poner de relieve los valores liberales de tolerancia, de respeto mutuo y de que la libertad sólo es posible en el marco de la Constitución y de la ley, porque si existiera fuera de ellas para algunos, todos los demás reclamarían ese poder, y la confrontación civil sería inevitable. Pero, con todo y con eso, hay que relativizar el problema vasco. Algún amigo nacionalista me ha dicho que se siente ridículo ante el cúmulo de insensateces que se amplía cada día, y es verdad que la responsabilidad de quienes orientan esas líneas de destrucción de la homogeneidad de una sociedad plural, como la vasca, es creciente. Pero hay que tomar alguna distancia, desde la racionalidad, comprender que la tragedia puede derivar en tragicomedia, y que muchos de los gestos para la historia de algunos de esos personajes se acabarán interpretando en clave del Lubitsch de Ser o no Ser.
A mi juicio, el debate político debería centrarse en todos esos valores que nuestra Constitución recoge y que dibujan el panorama de una sociedad democrática plena, consciente de la evolución histórica de las sociedades libres desde las ideas originarias de los padres fundadores en los siglos XVIII y XIX. Conseguimos evitar que la Constitución lo fuera sólo para la organización de los poderes y que se situase entre las Constituciones de valores, de principios y de derechos más sólidos y potentes del mundo.
Por eso no podemos resignarnos a que ese potencial de un tenor liberador tan profundo quede marginado a debates de profesores y a investigaciones eruditas, cuando personas y colectivos afectados sufren carencias cuyas salidas contempla, en muchos casos, nuestra Carta Magna. Por eso es preocupante y sintomático que un congreso tan importante como el del partido del Gobierno haya omitido un tema como el universitario, vinculado tan directamente al debate de las ideas, al análisis crítico de la realidad y a la investigación como núcleo esencial del progreso de los pueblos. Es cierto que hubiera sido una novedad positiva, porque, en esa ausencia del tema universitario, el congreso del PP no hacía sino seguir una tónica generalizada en los congresos de los partidos políticos españoles.
Muchas ideas de la democracia social y del objetivo de homogeneidad social están pendientes, como lo está llevar hasta las consecuencias últimas los principios de neutralidad y pluralismo de la sociedad laica, y no confesional, y afrontar el problema de la enseñanza de la religión, evitando que suponga un gigantesco adoctrinamiento financiado y desde un profesorado a cargo del Estado. Comprendo que muchos de esos problemas, y los de los emigrantes, los de los marginados, los de los okupas, que deben ser nuestra conciencia crítica, y signo de que algo estamos haciendo mal, los de los parados, pueden chocar con la insensibilidad y la incapacidad de quienes se encuentran en situación privilegiada, para comprender los pensamientos y sentimientos de los que no
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