Davos y el neoliberalismo
En el altar alpino de Davos, Suiza, dedicado a celebrar las virtudes del mercado, del poder y de la pertenencia al reino de ambos, la disonancia y la heterodoxia suelen brillar por su ausencia. En Davos se cantaron las maravillas del Consenso de Washington, de los grandes reformadores latinoamericanos como Carlos Salinas, Carlos Menem, Fernando Henrique Cardoso, los Chicago boys de Chile, etcétera; como decía un participante menos autocomplaciente que los demás, cada año se designaba tácitamente a un país preferido, aplaudido por todos por sus infinitos aciertos, y un país bête noire dotado de todos los vicios habidos y por haber. Por supuesto que, al año siguiente, el país héroe se había transformado en bête noire, y viceversa, pero la memoria no es algo muy preciado ni compartido al pie de la montaña mágica. Nafta y Settembrini se revuelcan en sus tumbas al comprobar lo bajo que hemos caído en materia de discusiones filosóficas sobre el futuro del mundo.
Dicho esto, la sorpresa de este año en el Foro Económico Mundial estribó justamente en la desaparición del optimismo beato, de la ciega exaltación del modelo, de la pureza impoluta e imprescindible del mercado. Al contrario, si juzgamos la dirección del viento por la forma de colocarse del inmenso número de oportunistas que pueblan el paisaje y las pistas de Davos, comprobamos algo ya presentido por muchos: nos hallamos de lleno en el pos-neoliberalismo, transición que se detecta en tres tendencias, una de ellas clara y contundente y dos sujetas a mayores reservas y matices. La primera involucra la necesidad de regular los flujos internacionales de capital especulativo o de cartera; la segunda abarca el tema de la necesidad de armonizar las políticas económicas y los sistemas políticos, y la tercera se refiere a la relación entre desigualdad, gobernabilidad y viabilidad de las políticas extremas de mercado. Comencemos con la primera. Desde Joseph Stiglitz, vicepresidente del Banco Mundial y economista en jefe de la institución, hasta el financiero George Soros, y pasando por diversos expertos, funcionarios y ex glitterati políticos y de negocios, prácticamente impera hoy un consenso sobre la necesidad de controlar los flujos mundiales de capital de corto plazo. Las razones son obvias: destruyen economías a diestro y siniestro, sin mayores contemplaciones por equilibrios "sólidos" o precarios, por monedas subvaluadas o sobrevaluadas, por déficit razonables o abultados, por sistemas bancarios sanos o en plena debacle. Cada vez más se escuchan más voces clamando por formas de regulación a la entrada de cada nación o región, por una responsabilidad compartida acordada ex ante y con valor legal entre acreedores y deudores cuando las cosas salen mal, y sobre convenios internacionales destinados a supervisar y canalizar los flujos.
Stiglitz recurre a la metáfora de la presa: el río corre de la montaña al mar, con o sin obra hidráulica, pero con una presa se encauza, se utiliza su fuerza para producir electricidad y regar extensiones más amplias, todo ello sin alterar lo esencial: todos los ríos desembocan en el océano. La idea consiste en encontrar mecanismos de mercado que permitan evitar los estragos causados por los flujos de corto plazo, sin perjudicar o desalentar la inversión extranjera directa. Algunos sostienen que los mejores mecanismos son los más sencillos: simplemente lograr que los países en desarrollo cesen de elevar sus tasas de interés para atraer capitales; otros sugieren un dispositivo más complejo, incluyendo encajes legales de larga duración, castigos a la salida y otras formas de inhibición a la entrada. Pero escuchar en una mesa a Stiglitz defender al primer ministro Mohamadd Mahathir de Malasia, o a George Soros decir en público -y en privado, durante una cena- que México no debió haber reembolsado los tesobonos en 1995, sino posponer obligatoriamente sus vencimientos uno o dos años, muestra el camino que se ha andado. Cuando el nuevo canciller alemán, Gerhard Schröder, invoca a Soros en Davos y exige una nueva y enérgica regulación de los flujos financieros especulativos, parece el mundo al revés.
La segunda rectificación del Consenso de Washington, menos extendida y menos compartida que la primera, abarca la compleja relación entre representación política y política económica en países con sistemas democráticos incipientes o precarios. El caso de Brasil aparece ahora como paradigmático de las tensiones entre un ámbito y otro, después de haber sido proclamado el ejemplo máximo de la complementariedad entre democracia y reforma económica. Para nadie es un secreto que la razón de fondo por la cual se pospuso más de seis meses un ajuste de la divisa brasileña consistió en la reelección de Fernando Henrique Cardoso; era inconcebible una devaluación antes de los comicios de octubre pasado, e incluso con anterioridad a la segunda vuelta de la votación para diputados, senadores y gobernadores. Cardoso se abstuvo de abandonar una paridad sobrevaluada cuando disponía de cuantiosas reservas, mercados en paz y un ambiente político interno sereno -digamos en julio- por insistir en su propia reelección; para cuando tuvo que devaluar de todas maneras, tal y como lo predijo medio mundo -incluyendo al autor de estas mismas páginas el pasado septiembre-, la hemorragia financiera había rebasado los 40.000 millones de dólares, los mercados se hallaban en un estado de pánico, y la situación política en Brasil se había deteriorado de modo estrepitoso. Se antojaba difícil, si no imposible, la reeleccion de Cardoso, de haberle infligido, o advertido, al pueblo brasileño lo que auguraba el futuro: inflación, recesión, tasas de interés estratosféricas.
Nadie pretende que la relación entre democracia y política económica sea sencilla; la globalización existe, los mercados castigan las disonancias y los votantes suelen desear satisfacciones contradictorias: pagar menos impuestos y recibir mejores servicios; comprar bienes de consumo importados, más baratos y de calidad superior, y conservar y proteger los empleos inscritos en procesos de industrialización o agricultura ineficientes y no competitivos. Hasta hoy, la ideología dominante al estilo Davos sostenía que la democracia conduciría automáticamente a avales y apoyos a las reformas económicas neoliberales, o, de no ser el caso, habría que posponer o acotar la democracia hasta ver consumado el paso al mercado. Hoy no sólo se comprende que en ocasiones la democracia y "las políticas correctas" son contradictorias, sino que a la larga es más importante la primera, porque es condición de las segundas, y no al revés. Más aún, las certezas económicas resultan cuestionables, y las variaciones en la orientación macroeconómica más amplias de lo esperado.
El ejemplo más citado al respecto en Davos fue quizá el de Francia: en noviembre de 1996, con el respaldo abrumador de la opinión pública, los trabajadores industriales rechazaban con huelgas y manifestaciones un clásico paquete neoliberal; en mayo del año siguiente, para el desconcierto de los expertos económicos, los votantes franceses defenestraban al Gobierno de centro-derecha autor del paquete, y elegían a uno de centro-izquierda opuesto a las medidas y proclive a esquemas heterodoxos: reducción de la semana laboral, creación masiva de puestos de trabajo, desvinculación de prestaciones sociales del empleo, etcétera. Resulta, dos años después, que las metas se han logrado, que se pudo cumplir al mismo tiempo con los compromisos del euro y de Maastricht en general, y que la supuesta imposibilidad de cuestionar la ortodoxia y simultaneamente tener éxito fue ficticia. Por último, se plantea el tema de la gobernabilidad propiamente dicha, y la vinculacion entre un buen desempeño macroeconómico y la vigencia de una sociedad cohesionada, pacífica, ordenada y funcional. En una de las presentaciones más aplaudidas e interesantes del foro, Ted Turner, de la CNN y de los Bravos de Atlanta, entreabrió una pequeña ventana retórica hacia lo que aparece cada vez más como un problema técnico y político para los especialistas. Turner preguntaba: ¿de qué sirve un crecimiento del PIB del 5%, de la producción, si esa tasa incluye un componente de destrucción, por ejemplo, de bosques, o de recursos naturales, o de fuentes de energía, del 2% o el 3% del acervo existente cada año? Más allá de la pertinencia directa del caso citado, cunde la noción de que la creciente desigualdad en las sociedades modernas, de maneras extrañas, no siempre comprensibles y asequibles, carcome y socava las formas de gobernabilidad también modernas. Los ejemplos más notorios son, por supuesto, los latinoamericanos: la región más desigual -no más pobre: la diferencia es importante- del mundo, y que desde hace más tiempo comprueba todos los días cómo la abismal desigualdad en su seno sabotea y destruye Estados de derecho, sistemas electorales, estructuras familiares, zonas urbanas, un medioambiente sostenible, etcétera. Nadie sabe exactamente de qué modo opera la desigualdad como disolvente social: no se conoce con precisión el nivel donde se ubican los umbrales de ruptura, ni el tipo de desigualdad más perniciosa: de ingresos, de activos o de riqueza, de oportunidades o, como afirma insistentemente Amartya Sen, el premio Nobel de Economía 1998, de libertades.
Pero destaca cada vez más la idea según la cual la descomposición del imperio de la ley, de la familia, del orden y de la seguridad, de la cohesión social en general, son consecuencias, directas o indirectas, de un grado de desigualdad inasimilable por sociedades modernas, por lo menos en democracia, y en un mundo de información globalizada. Como se ve, la historia no ha muerto; el mundo no se detuvo con el último gran trastocamiento político ideológico, a saber, la desaparición del socialismo. Por el momento, los desplazamientos tectónicos mencionados pertenecen al ámbito del discurso intelectual, a la región de las ideas. Aún no se arraigan éstas en la práctica política, en la gestión gubernamental. Pero los cambios en las ideas constituyen un gran paso; a pesar de lo que piensan muchos de nuestros políticos, las ideas sí cuentan, actúan; en una palabra, viven.
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