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Querido maestro

LUIS MANUEL RUIZ El anuncio de la Junta de que la Consejería de Educación va a emprender una campaña publicitaria por vallas, prensa y televisiones para rehabilitar la dignidad de la labor docente me pilla sumergido en el mar de corrientes y reflexiones contradictorias de alguien que este año se estrena en la tarea a la que justamente tratan de lavar las narices, o de poner un vestidito nuevo a ver si nos queda más mona o pizpireta. Hasta el momento había tenido mis propios planteamientos y reservas hacia el trabajo, pero la rotundidad de la Junta a la hora de dedicarle incluso una campaña para la edificación de conciencias no deja el menor resquicio a la duda: si la profesión de maestro (los niños de la ESO dicen así, maestro, quizá porque el diario ejercicio de la lidia nos hace merecedores de ese epíteto taurino) reclama una alerta es porque su situación se acerca peligrosamente al trapecismo. Ser docente hoy, viene a sugerir la Junta, es poco menos que oficiar de dragaminas o domador de leopardos. Yo me acuerdo de mis cinco años de facultad y vuelvo a sospechar que quizá sea la propia Consejería de Educación la que debería autopublicitarse, quizá en una campaña que disculpase o diese explicación (si es que la cabe) al montón de desmanes académicos con que están flagelando a los andaluces de las generaciones escolarizadas. Quizá sea la consejería la que necesite un limpiado de placas, una sesión de penitencia pública por haberse dejado llevar por la inicua secta de los pedagogos y las cabezas pensantes (sic) del ministerio para terminar pariendo la terrible y afanosa reforma, cuyos resultados sobre la inteligencia media del país todavía están por sufrirse. Porque los maestros son otra cosa. Mi experiencia universitaria me abocó a la escéptica conclusión de que el único modo posible de aprendizaje es el autodidactismo, seguramente porque los otros aprendizajes dependen de dinosaurios como el Estado o las Autonomías, a quienes conviene más la endemia de la estupidez que la formación de cerebros. Aprender es trazarse cada uno la cartografía del propio espíritu, avanzar a trancos por los caminos del bosque (aquella hermosa metáfora de Eco y Heidegger) abriéndose paso a golpes de machete, sin temor a errar o extraviarse; es un peregrinaje del que cada cual regresará con alforjas de distinta clase, lejos de esa cultura de plástico y en serie que imprimen (que imprimían) las escuelas. Y los maestros, venerables y queridos maestros que todos recordamos, son las personas insustituibles que nos ayudaron a cruzar un vado, que nos aclararon una oscuridad del mapa, que nos dieron aliento en las horas de flaqueza. Atrás, en el pasado, el maestro era el numen sobrehumano que hacía a Bach o Fichte cubrir kilómetros de camino a pie para oír una melodía o sostener una conversación; era el individuo que, como relata Porfirio de Plotino, atraía a los jóvenes de las cuatro fronteras de un imperio; era aquel ser, dice un comentarista anónimo de Lao-tse, "que observa la tierra con la mirada eterna del galápago", un relicario de vejez y experiencia. En cuanto a lo que es hoy, la Junta puede decírnoslo muy bien: expendedor de títulos que se oxigena mediante anuncios televisivos.

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