Teoría de la equidistancia
PEDRO UGARTE La peligrosa tentación de relacionar las ideas políticas con las categorías morales ha creado en el País Vasco una amplia corriente de debeladores de la opinión ajena que se sienten liberados de la necesidad de argumentar sus posiciones. Habría que subrayar el progresivo avance de procedimientos intelectuales de raíz estalinista que ahondan en la proscripción del matiz y en el recurso a fundamentos del tipo "si no estás conmigo estás contra mí", que de hecho impiden la reflexión independiente y el ejercicio de la crítica. La amenaza más directa que sufre hoy el estamento intelectual vasco es la proscripción de la disidencia. Abrumados por el peso que impone la vida política, por la inmediatez de los frentes emergentes y de las réplicas y contrarréplicas partidistas, toda reflexión que se separe un ápice de lealtades explícitas supone entrar en la categoría de los seres neblinosos, de los prevenidos habitantes de planeta exteriores. Es grave la acusación que se está imponiendo ante los análisis que procuran huir de ese frentismo que está a punto de imponerse en el país. Cuando el peligro de la división ideológica lleva camino de transformarse en un insalvable (y negativo) elemento de nuestra sociedad, todo honesto intento de impedirla determina una nueva acusación, una acusación que recuerda, una vez más, a los métodos soviéticos. Esa nueva acusación se llama equidistancia y alude, eufemísticamente, a la cobardía. Se argumenta que en un país dividido como el nuestro todo el que pretenda reflexionar al margen de las bases programáticas de uno u otro partido pretende no comprometerse, elude pronunciarse o prefiere habitar en un cómodo estrato de la realidad donde no hay manchas ni heridas. Es curioso que esa visión surja con especial virulencia desde los sectores intelectuales más apasionadamente partidarios de la Constitución de 1978. La equidistancia pretende, en clave política, convertirse en un término peyorativo. Y llaman equidistantes a los que, desde principios democráticos, pretenden no olvidar a todas las víctimas de la violencia -aquí la equidistancia, ahorro la investigación textual, reside en "todas". Me consta la memoria que puede dejar en algunos exégetas la utilización de un solo adjetivo-, y equidistantes son los que recuerdan que en un Estado democrático son las sentencias judiciales, y no la política penitenciaria, las que establecen las penas accesorias a la privación de libertad, y equidistantes son los que afirman la legitimidad de todas las ideas políticas siempre que se articulen sobre vías pacíficas. Son equidistantes, en definitiva, los que consideran que no existen lenguas imperiales ni lenguas de campesinos, los que subrayan que las leyes las hace la voluntad general y no que la voluntad general vive aherrojada por las leyes, son equidistantes los que consideran que la negociación, en política, pasa por el acuerdo y no por la penitencia. Equidistante fue la transición democrática cuando no impuso al franquismo ni a sus ministros ni a sus comisarios ni a sus generales no ya una responsabilidad penal, sino la más mínima humillación política, por muy buenas razones que hubiera para pedirlas. Equidistantes son los que deploran la violencia en todo caso, incluso cuando la padecen sus adversarios. Equidistantes son los que respetan la ley, pero incluso los que aspiran a cambiarla. Se pretende que la equidistancia alude a un mezquino término medio entre distintas ideas políticas, entre distintas aspiraciones o distintos grados de sufrimiento. Una vez más la pobreza del discurso sale ganando. Pero equidistancia, aquí y ahora, representa estar alejado con la misma rotundidad de distintas formas de intolerancia, estar alejado al centímetro, con igual meticulosidad, de unos y otros prejuicios. Y equidistancia es, sobre todo, hacer lo imposible por evitar enfrentamientos fratricidas.
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