Fantasmas y canarios
JUSTO NAVARRO Un poltergeist es un espíritu estrepitoso: el crujido y la voz que resuenan en las casas vacías y en la casa habitada en la que nadie habla porque todos están viendo la televisión. Los poltergeists son fenómenos fantasmales, repetidos, machaconamente burlones, quejidos de muertos que murieron de manera violenta, quizá en sótanos de fortalezas o viejos cuarteles policiales, de otro tiempo, porque la policía ha cambiado mucho. En una calle de Málaga, la calle Comandante Benítez, el fragor invisible y espectral se volvió de pronto visible el 2 de febrero: resquebrajaduras en las paredes de tres bloques de viviendas que están a punto de derrumbarse junto a un antiguo cuartel de la policía. Era la realidad: no aviso de espectros, sino efecto de taladradoras y excavadoras abriendo el agujero de un garaje futuro. Mientras oían el roer de las obras y admiraban las primeras grietas en las paredes, los vecinos ponían la mesa, comían, veían la televisión, intentaban dormir, llamaban lastimera e indignadamente a periódicos y emisoras, machaconamente, como machacones son los espíritus, y acudían al Ayuntamiento: les estaban derribando el mundo. El Ayuntamiento no paralizaba las excavaciones en el solar del cuartel: clausuraba los dormitorios en los que aparecían griegas misteriosas. ¿Quería encerrar a los fantasmas ruidosos? No había fantasmas: había máquinas y topos humanos, excavando y excavando, hasta que se movió la tierra y temblaron los tres bloques, y hubo 280 personas sin casa. Quizá sea un signo de la época: cavar en busca de nuestro tesoro con eficacia y rapidez y desprecio hacia los que están próximos y sufren las consecuencias de nuestra eficacia y rapidez sin miramientos. Así llegamos a lo que el director de cine Nicholas Ray llamaba el drama por antonomasia de nuestra época: la historia de alguien que no puede volver a casa. A los vecinos de los bloques quebrantados les dieron una hora para subir a sus viviendas, que amenazaban con venirse abajo en cualquier momento: habían de recoger lo más querido y lo más necesario, como en aquel juego de los ratos muertos infantiles, qué salvarías tú si tu casa fuera a desaparecer en un incendio o un terremoto. Hay una historia en cada lista de lo que han salvado cada uno de los vecinos, las pastillas para el corazón, cierta joya, los documentos que te dan constancia de que no eres un fantasma que ni siquiera tiene sábana y castillo. En un taxi, por la Málaga infinitamente en construcción y demolición, ciudad nerviosa, acomodada en su incomodidad perenne, oigo la radio: un hombre mira desde la calle Comandante Benítez su casa rota. ¿Qué es lo que más lamenta, lo que más le duele, lo que más necesita en esta situación?, pregunta el periodista radiofónico. El hombre sólo le había pedido a Dios que no se le muriera su canario, que el canario tuviera comida y agua suficientes para sobrevivir. Había tres bloques cayéndose, y dentro de los tres bloques un piso, y una habitación, y una jaula con un canario, y el hombre sólo rezaba para que viviera su canario. El canario está vivo: la comida y el agua duraron exactamente hasta el momento del rescate.
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