Aulas con olor a rata muerta
En algunas aulas del colegio público Campoamor de Alicante huele a rata muerta, y esto no es una figura literaria. En aquellas estancias y pasillos donde todavía pervive el zócalo de madera, original de 1920, se pudren momificados los roedores que encontraron su casa en el espacio entre la pared y el revestimiento de carpintería ahuecado por el paso del tiempo, envenenados tras la última desratización. 270 alumnos, desde preescolar hasta 2º de ESO, acuden diariamente a esta joya de la arquitectura racionalista de principios del siglo XX a estudiar en condiciones propias del XIX. El colegio, el único público en el centro, vive esclavizado por su condición de edificio protegido. Todo juega en contra de su mantenimiento: cualquier reforma debe respetar la estructura original y los materiales son mucho más caros que los de un centro al uso. Por eso las puertas, que jamás se han cambiado, están desvencijadas y carcomidas, los techos agrietados, las cornisas resquebrajadas, las ventanas fuera de sitio y los suelos en desnivel. El director, José Antonio Guillén, acepta que cualquier obra deba tener en consideración las peculiaridades arquitectónicas del caserón, pero se niega a que sean tomadas como excusa para no actuar. "Esto, o es un museo o un colegio, pero si es esto último, debe tener unas mínimas condiciones de higiene y seguridad", protesta. La situación del edificio es realmente patética. Las ventanas gigantescas y vetustas ya no cierran bien y dejan entrar el frío, por lo que la calefacción funciona a toda máquina. Muchas clases tienen un escalón en medio a partir del cual cambia el dibujo de los azulejos, a causa de la redistribución de las aulas que se llevó a cabo en los setenta, la única reforma a gran escala realizada en el centro. Cuando llueve, los techos se convierten en gigantescas duchas. El gimnasio siempre huele a humedad. Situado en el sótano, se encuentra por debajo del nivel del alcantarillado y se inunda cada dos por tres. Los niños entran y salen del comedor por un porche recubierto de listones de madera podrida que amenaza con derrumbarse. El colegio ha sufrido varios robos, algo hasta lógico si se piensa que rara es la puerta que cierra como es debido. La antigua vivienda del conserje, una planta baja situada al otro lado del patio de recreo, está abandonada y ocasionalmente se convierte en refugio de indigentes. "Lo único que hemos podido hacer hasta ahora han sido remiendos, como poner cortinas o instalar persianas", se lamenta Guillén, que reclama una inversión millonaria que sólo puede asumir la Consejería de Educación. De momento, sólo cuenta con el compromiso verbal del delegado territorial, José Marín, de trasladar a Valencia el problema. El colegio acoge a algunos niños de la zona centro, pero el grupo más mayoritario procede de barrios obreros o de las casas de acogida aledañas. Permanece como única opción de enseñanza pública en unas manzanas dominadas por centros privados concertados. "¿Nos van a arreglar el cole, profesor?", preguntan dos niñas gitanas mientras Guillén enumera los desperfectos. "Eso espero", responde. "Claro, quieres que lo arreglen para vivir tú en él", se burla una, y se alejan muertas de risa. Pero a Guillén el día a día en el Campoamor le ha borrado la sonrisa.
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