Tarradellas y la escultura pública
La figura de Josep Tarradellas, como ha quedado demostrado estos últimos días, todavía incomoda por muy diversas razones. A pesar de ello, bajo el pretexto de la conmemoración del centenario de su nacimiento, ha conseguido ingresar en el selecto panteón patriótico merecedor del monumento en el espacio público. El gobierno municipal, con secreta urgencia y con gran diligencia, ha instalado un enorme obelisco de Xavier Corberó en la confluencia de la calle de Entença y la avenida bautizada con el nombre del ex presidente. Por su parte, obligada con su propia memoria, la Generalitat ha añadido un nuevo busto, creado por Josep M. Subirachs, en el Pati dels Tarongers. La efeméride ha sido muy ruidosa, con despechos y acusaciones de capitalización del personaje. Una vez sorteada la situación y transcurridos ya unos días de las enojosas jornadas, las aguas han vuelto a su cauce; cada uno ha cumplido con su papel y los posibles deslices ya sólo son pasto de hemeroteca. Sin embargo, nos parece que el espectáculo organizado merece todavía una cierta atención por una razón evidente: las esculturas ahí están y no está de más que alguien se pregunte, ya no si la figura de Tarradellas merece ser petrificada, sino sobre la oportunidad de los nombres elegidos para los encargos y sobre la eficacia de los resultados. La historia de las esculturas de Barcelona dedicadas a las personalidades políticas ha sido habitualmente polémica; en ocasiones por la significación del personaje evocado y, en otras, por las propuestas formales con que han sido resueltas; ahora, en el empeño de entronizar la figura de Tarradellas al primer tipo de tropiezos deberían seguir los segundos. Los autores son personajes estrechamente vinculados a la ya muy voluminosa realidad de la escultura pública barcelonesa, un tema del que muy a menudo se enorgullecen las Administraciones y del que, por ello mismo, se supone que actúan con criterios razonados. Nada más lejos de la realidad, como demuestra esta última operación. El alcalde, sin rubor alguno, ha reconocido que la elección de Corberó responde a la deuda que la ciudad tenía con el artista, como recompensa a su mediación para que una pléyade de reputados artistas norteamericanos participaran en el ambicioso programa de estatuaria pública iniciado en los años ochenta; un programa, por cierto, para el que el mismo artista ejecutó varios encargos, alguno de ellos -las Columnes de Terme, en la plaza J. F. Kennedy- muy similar a la nueva realización que ahora nos brinda. Por su parte, Josep Maria Subirachs, reputado especialista en la monumentalización patria -en el catálogo de su repertorio se acumulan diversos Sant Jordi, Macià, Companys, Ramon Llull, Pau Casals y Salvador Espriu- y asiduo artesano para los compromisos del Gobierno autonómico, no sólo ha dejado su huella imborrable en el espacio público de Barcelona a lo largo de los últimos 40 años, sino que tan fiel compromiso ha facilitado que el eco de sus esculturas conmemorativas se diseminaran por todo el país, incluyendo enclaves tan emblemáticos como el Monasterio de Montserrat y obras tan sintomáticas como el Monument a la Generalitat de Catalunya en Cervera. Entre su haber más reciente en la capital, a nadie se le escapan las cicatrices ocasionadas en la fachada de La Pasión de la Sagrada Familia y en la plaza de Catalunya. Resumiendo, la elección de Corberó ha sido una torpe alcaldada y, aunque de consecuencias menores, la elección de Subirachs no es más que una ratificación de lo que tuvo de pujolada el hipotético acuerdo con que se zanjó el monumento a Macià en el corazón de la ciudad. En fin que, más allá de lo tosco que de por sí representa que cada una de las respectivas Administraciones acuda sin más esfuerzo a los recursos más fáciles y cercanos, ni ello aporta novedad alguna al paisaje urbano de Barcelona ni las nuevas esculturas se adecuan a lo que cabría exigir de una ciudad que se sacia de ocupar un lugar de privilegio en la contemporaneidad. Corberó y Subirachs son unos artistas anclados en las poéticas de los años cincuenta, hipotecados con la idea más convencional de monumento y, a pesar de que a la clase política de nuestro país no le tiembla la voz cuando afirma que sobre gustos nada está escrito, sus obras no favorecen una oxigenación para ensanchar gusto alguno. Xavier Corberó y Josep M. Subirachs son unos escultores ejemplares de todo aquello que la escultura contemporánea a resuelto dejar atrás. En ambos casos realizan una obra cargada de literatura -de ahí la facilidad con la que se adecuan a decimonónicos encargos de codificación simbólica- y no de especulación sobre los límites del género y sus posibles nuevas formas de desarrollo; para ambos el principio de artesanía continúa ejerciendo de parámetro fundamental para sancionar la calidad artística de cualquier propuesta estética, y, acorde con ello, también comparten una fascinación obsesiva por los materiales nobles sobre los cuales se esfuerzan en depositar su rúbrica. Todo ello, resumible en un elogio del oficio de la talla, no hace sino estrechar el abanico de posibilidades de la escultura hasta el extremo de reducir a la periclitada noción de monumento su margen de acción en el espacio público. Un monumento que por este telón de fondo, difícilmente supera el mero carácter de ser el resultado de una mecánica ampliación a gran escala de objetos domésticos. Se podrá replicar que, precisamente, de monumentos se trata y que, por lo tanto, nadie más indicado que los consolidados maestros. Pues bien, como hemos sugerido líneas atrás, el monumento conlleva un compromiso de representación y señalización de un lugar determinado que ha acabado por ahogar el horizonte de experimentación en el terreno de la escultura. La escultura contemporánea, para desempolvarse, tuvo la astucia de renegar de estas sujeciones y abrirse camino mediante su intersección franca con el paisaje y con la arquitectura, pero también con un universo amplísimo de materiales y con un sinfín de inquietudes teóricas alejadas de la simple exquisitez formal. Todo este impulso de renovación no sólo no es incompatible con la intervención en el espacio público, sino que abre esta posibilidad de una forma enorme. Afortunadamente, en la misma ciudad disponemos de algún ejemplo de ello. Las obras de Corberó y Subirachs -que no el inofensivo busto, sino otros ejemplares- son monumentos convencionales en tanto que objetos preciosos impostados sobre un lugar determinado. No es necesario amputar cualquier inclinación a la evocación de nadie, pero no es pertinente continuar monumentalizando el cuerpo de la ciudad con ensayos "brutalistas" a destiempo. Demasiadas cosas han sucedido desde que Subirachs, a finales de los cincuenta, instalara la primera escultura abstracta en la vía pública como para continuar maravillándonos con sus ejercicios de estilo. Del mismo modo, demasiado tiempo estuvimos al margen de todo como para que todavía nos sobrecoja el triunfo americano de nadie.
Martí Peran es profesor titular del Departamento de Historia del Arte de la UB.
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