Empezar
Me incorporé sobre la cama y tuve de mi cuerpo la percepción que proporciona un edificio vacío. Escuchando atentamente, podía oír el gemido remoto de alguna articulación, como una puerta que se cerrara a lo lejos. El aire atravesaba el pecho con la extrañeza de no tropezar con ningún mueble y silbaba un poco al salir por las ventanas nasales. La gripe me había abandonado. Me levanté, fui al baño y aseé con esmero lo que había quedado de mí.Una vez reconstruido, me propuse recuperar la rutina anterior a la enfermedad, pero las cosas no fluían. El café no sabía a café ni el periódico a tinta. La calle, siendo en apariencia la de siempre, había perdido los lazos que la unían a mí. Entré en un bar donde creyeron reconocerme, pero yo sabía que saludaban a otro que había vivido en este mismo cuerpo que ahora era un edificio vacío. Me acerqué a la máquina de tabaco y me pareció un artefacto incomprensible. No la usé por miedo a que me diera las gracias.La gripe se había llevado el 80% de mí al desaparecer. Volví a casa decidido a esperarme. De vez en cuando, se escuchaba un frenazo procedente de la calle. Por la noche, unos borrachos pasaron cantando bajo la ventana y estrellaron una botella vacía contra el suelo. Tomé un libro de los garantizados y leí unas páginas sin recuperar el placer que su lectura solía proporcionarme. De madrugada, fui a la cocina y abrí un yogur que no me supo a nada, como si se lo hubiera comido alguien que detestara los lácteos.
Lo peor de la gripe no es lo que te da cuando viene, sino lo que te quita cuando se va. Es cierto que dentro de ese edificio vacío, si tienes paciencia, vuelves a germinar con el paso del tiempo. Pero tardas lo tuyo en alumbrarte. Entre tanto, es tal la sensación de que nada te concierne que con gusto regresarías a la cama. Para no salir.
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