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La mala educación

Nace un nuevo ministro de Educación y los escolares se remueven en los asientos. ¿Un nuevo plan? ¿Más cursos y asignaturas? ¿Compendio de las disciplinas? ¿Nuevas horas, nuevas disciplinas signadas con la marca gallega del flamante titular?En el horizonte más seguro se encuentra la revisión de los estudios de las Humanidades que de no atenderlas tenderán a morir por inanición, pero seguro que también habrá alusiones oficiales a las nuevas tecnologías del tercer milenio, al empleo de la informática, el conocimiento de los idiomas y otras formas modernas de comunicación. Existe, sin embargo, un medio antiguo para conectarse que pocas veces ha recibido atención en el sistema de este país. Recuerdo, siendo estudiante de bachillerato, que fue suficiente la belleza con que redactaba sus cartas una amiga de Lyón para creer que ese país siempre nos vencería en cualquier cortejo o lance. El tiempo ha venido a confirmar, aun mejorando aquí la vida, que la densidad y aforo de la cultura francesa será para siempre incomparable a la que propicien los alicortos planes de educación domésticos.

En Francia, en Alemania, aun en Estados Unidos, donde se supone que les importa menos la escritura, son muy conscientes de la potencia que conlleva esta capacidad de comunicación. La palabra es capital y en una cultura audiovisual el habla merece obviamente una asignatura que instruya sobre las técnicas de la exposición clara, la peroración convincente y la capacidad de seducir con referencia a una venta, la divulgación triunfante de una idea o un proyecto de construcción. Obtener un buen aprendizaje del habla, en varias de sus dimensiones, no sólo es la base de un pensamiento más diáfano y rico, sino el medio, muy actual, para empezar a abrirse oportunidades en el ámbito personal y laboral.

Pero ¿qué decir además de la escritura? Demasiado a menudo, los hombres y mujeres insignes, grandes conocedores de algo, escriben libros de contenidos capitales a los que es imposible acceder y, de ninguna manera, soportar. No se trata por razón de su jerga, el embrollo conceptual o el abuso de idiolectos endogámicos. Da lo mismo que se trate de geofísica que de historia, de arte o hasta de crítica literaria. De lo que adolecen estos volúmenes es de falta de escolaridad. El autor será doctor por varias universidades del mundo pero no sabe hablar o escribir. Es un sociólogo y analiza no ya un gen, sino la vida de la gente, pero es imposible seguirle el hilo. Los datos se encaballan con sintaxis endiabladas, el orden se desbarata, la oscuridad y monotonía de las oraciones induce a la somnolencia y finalmente al sueño total.

Hasta hace relativamente poco los profesores de universidad se contentaban con ser apreciados en el interior de la Academia, pero ahora, cada vez más, sufren, ante su incapacidad para hacerse entender por un público ya muy amplio de nivel universitario. Les falta a estos doctos no un máster más, sino una escuela secundaria buena. Les desbordan los conocimientos sofisticados pero desconocen lo más elemental. Muchos de ellos mueren sin haber propagado entre multitud de ávidos curiosos el interesante saber que acumuló su esfuerzo. No saben enseñar, ni saben decir, ni saben, al cabo, poner correctamente sus bienes intelectuales por escrito. Efectivamente hay mucho de su patrimonio intelectual que acaso sólo son capaces de entender los más más avezados, pero una ingente cantidad de beneficio se despilfarra a cada instante. Y sólo porque nadie les ha enseñado a trasmitir, a presentar atractivamente su ciencia y, finalmente, a ser capaces de atraer y entretener trasmitiendo por escrito el contenido de su placer. Son así seres castrados, frustrados en la paradoja de su ineptitud.

Un ministro de Educación, sensible e instruido, habría de ponderar la escala de este problema. Pueden crearse nuevas aulas, nuevos laboratorios y varias cohortes más de profesores; en tanto estos numerarios no aprendan a impartir sabrosamente sus conocimientos seguiremos ayunos, desengañados de la educación.

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