Holograma
Aparece una fundación, con unos residentes: es una metáfora de la cárcel. El ensueño, la imaginación o, como dice el autor con una palabra muy de la época en que se estrenó, los hologramas, se van destruyendo poco a poco hasta que queda la verdad desnuda, el mundo gris y asfixiante, la muerte. No tengo datos de comparación con su estreno, hace casi exactamente veinticinco años, en el teatro Fígaro, dirigida por Osuna: no la pude ver entonces -no estaba en España-, pero la leí con avidez cuando se publicó en Primer Acto. Como pasa con las obras de quien estrictamente autor, y no escritor, gana la representación sobre la lectura.Pierde, en cambio, en el sentido político: si es que eso es una pérdida. En 1974 agonizaba lenta y difícilmente la dictadura; habían pasado treinta y cinco años desde que la situación de la obra había sucedido, y precisamente al autor, militante comunista en la guerra civil.
La Fundación
De Antonio Buero Vallejo (1974). Intérpretes, Ginés García Millán, Daniel Albadalejo, Esperanza Campuzano, Pepe Viyuela, Joaquín Notario, Héctor Colomé, Juan Fernández, Juan Prado, Lorenzo Area, Alberto Roca. Escenografía, Óscar Tusquets Blanca; vestuario, Rafael Garrigós; iluminación, José Luis Alonso y Luis Martínez. Director, Juan Carlos Pérez de la Fuente. Centro Dramático Nacional, Teatro María Guerrero.
Algunos rasgos permiten ver apuntes biográficos: unas alusiones a la pintura en el personaje principal, Tomás: y a su imaginación, a su deseo de soñar; y también está en el personaje Tulio, ácido, realista, huido del ensueño. La dialéctica entre los dos personajes es el contenido esquema de la obra, en la que los demás son asistentes.
Cinco personajes encerrados en una celda de condenados a muerte: lo que en su momento era un alegato contra el régimen que había causado las matanzas queda ahora, sobre todo, en un drama existencialista, de lucha con el tiempo y el espacio, con la muerte a la vista: por citar un par de ejemplos del género, como en Huís Clos, de Sartre, o en Escuadra hacia la muerte, de Alfonso Sastre. Las personas encerradas, la convivencia obligada, las afinidades y los odios, las tensiones, la falta de salidas.
Melodrama
Toda esa dialéctica, toda esa angustia, se conduce bien y se escucha con atención hasta el último cuadro de la obra. En él todo se abarata. Hay un empeño antiguo en justificar, en explicar algunas de las irrealidades de la acción; el conjunto moral se convierte en melodrama cuando se está buscando un delator, cuando se hace un esfuerzo como policiaco para darle a la obra otra verosimilitud: un realismo del que se viene escapando desde el principio, y al final cae.Se precipitan las muertes, las hostilidades mutuas, la presión de los verdugos; y un cuadro mudo termina la obra con una resurrección del decorado de la fundación, se supone que a la espera de otros soñadores que al final encontrarán, también, la muerte, a la que están condenados. Puede ocurrir que alguien, ante la última aparición del Encargado -o jefe de los carceleros-, vestido de blanco y dirigiendo la escenografía, entienda que se trata de una obra sobre el destino, quizá deísta.
En esto puede haber algo de colaboración del director, Juan Carlos Pérez de la Fuente, que ha conseguido muy bien los efectos de reducción paulatina de la esperanza y de las ilusiones hasta la verdad desnuda. Es posible que se haya excedido en hacer tenues las voces de sus actores en algunos momentos: pueden resultar inaudibles. Juan José Otegui -Tulio- tiene la mayor presencia por su calidad de actor: la verosimilitud está con él, y la tragedia se inclina de su lado.
El público del estreno, anoche, fue muy especial: estaba presidido por el jefe del Estado y miembros del Gobierno, además de por la nobleza de la profesión teatral, que acudió a rendir homenaje a Buero Vallejo: este año se cumplirán los cincuenta del estreno de su primera obra, Historia de una escalera, que se representará en el Español.
Apareció en el escenario, como un holograma de sí mismo, ayudado por unos micrófonos para decir unas tenues palabras de agradecimiento y para significar su rejuvenecimiento ante esta obra que, a su parecer, no ha envejecido. Desde el Rey hasta el último espectador se pusieron en pie para aplaudirle y ovacionarle.
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