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Tribuna
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Ha muerto una nación

Manuel Rivas

Si cada persona es una nación, como se dice en el Ulises de Joyce, se nos ha muerto una nación fascinante. Nada dado a pompas, y de la estirpe irónica de los galaicos, suscribiría con gusto el lacónico epitafio de Faulkner: "Escribió libros y murió". Pero ¿de verdad ha muerto Torrente Ballester?Castroforte del Baralla no figura en el mapa. ¿Castroforte, dice usted? La única pista es el fin del mundo. Pero ni siquiera aquí saben nada. Ni en la estación del tren, ni en la del autobús, ni en el embarcadero tienen información. "¿Castroforte? Algo me suena", dice por fin un viejo pescador sentado en un noray. Hasta que pasa un enano en un burro, silbando La flauta mágica, de Mozart. "Síganme", dice. Y nos adentramos con toda la panoplia de cámaras fotográficas, betacams y magnetófonos por un camino ciego de niebla y de maleza, donde crece el acebo y reina el mirlo.

Hoy tocan a duelo las campanas en Castroforte.

Gonzalo Torrente Ballester (Ferrol, 1910) fue el fundador de esta ciudad tan misteriosa como floreciente. Hacia allí huyen los amantes. Allí prepara el rey Artús su regreso. En días señalados, como hoy, Castroforte levita.

Mientras las ciudades reales se harán y desharán, Castroforte de Torrente irá siempre a más. La capital de un mundo inolvidable, escenario de una de las obras maestras de la narrativa española, La saga / fuga de J. B., Torrente terminó esta obra, una ensoñación atlántica impregnada de mitos galaicos, en un lugar simbólico de tierra bien adentro, El Escorial. Fue el 3 de agosto de 1971. La novela sería galardonada con el Premio Ciudad de Barcelona y con el prestigioso Premio de la Crítica. Por vez primera, tres décadas después de su estreno narrativo (Javier Mariño, 1943), Torrente conseguía una cierta reputación pública. El éxito popular le llegaría más tarde, en los ochenta, cuando Televisión Española emitió la versión de Los gozos y las sombras, la famosa trilogía de la que, en el momento de su aparición, sólo se había vendido medio centenar de ejemplares. Durante largos periodos vivió con la sensación de ser un intruso, un francotirador. "Soy un señor aparte, sí. Seguí mi camino, independientemente de las voces, de las modas. Hice siempre lo que me pareció, pero muy condicionado, muy condicionado". Su mundo creativo no podía ser ajeno a una intensa experiencia vital, por más que él se autorretratara con las zapatillas de "un hombre corriente", que tenía que vencer la natural inclinación a la pereza para escribir sin parar y alimentar así una numerosa prole, que él tenía por su creación más querida. "No se puede equiparar la experiencia de ver crecer a un hijo a las páginas más brillantes que uno pueda escribir".

Gonzalo Torrente Ballester nació en la aldea de Serantes, en un valle campesino cercano a Ferrol. Su ideal de reencarnación, lo confesaba hace poco, sería uno de aquellos árboles de piel blanca, el abedul, que serpenteaban el río de la infancia. En realidad, creció en un mundo fronterizo, a caballo del campo y de la ciudad marítima. Afirmaba haber visto los espectros de la Santa Compaña cuando era crío y nutrió su imaginación con las leyendas rurales de meigas (brujas o hadas) y trasgos (duendes), pero sentía igual fascinación por los constructores de naves y por el ambiente de una ciudad diseñada con el más puro patrón racionalista y que olía a tabaco de pipa de los marinos de medio mundo.

Su padre era un marino ilustrado, y el joven Torrente tuvo pronto acceso a los clásicos, también a los autores franceses e ingleses. Nada que ver con una provincia dormida. "Yo sentía más cerca a Londres, Nueva York o Buenos Aires que a Madrid". La pérdida de Cuba era todavía un tema de conversación cotidiano. Los supervivientes estaban allí, con sus cicatrices, y lo contaban como una novela. Con su abuelo, ciego, el niño Torrente seguía día a día los avatares de la I Guerra Mundial y colocaba chinchetas de colores en un mapa donde se registraban las novedades en los frentes. "Nunca se sabe del todo hasta qué punto es decisiva la influencia de la infancia", decía. "Lo es realmente de una manera increíble".

Su obra es, de alguna manera, la síntesis de esa dualidad germinal, donde la ficción integra a lo real más que al contrario, y donde lo racional está continuamente sometido al choque de lo misterioso y del azar, con consecuencias a veces maravillosas y a veces terribles. En la vida como en la obra, Dios y el diablo parecen jugarse a los dados el destino del hombre. Así sucedió con la guerra civil, esa tremenda prueba que se abatió sobre Torrente y su generación. Se encontraba en París cuando estalló el drama. Cogió un barco con destino a Lisboa, pero desembarcó en Vigo, creyendo que lo que sucedía no era tan grave. Por teléfono, su padre le dijo: "¿Por qué has vuelto? Están fusilando a todos tus amigos". Sus ideales entonces eran los del galleguismo republicano. Desde la ventanilla del autobús vio los primeros cadáveres de paseados en la cuneta. Su vida estaba en el aire y, por consejo de un cura amigo de la familia, se afilió a Falange para salvarse. Luego trató de adaptarse al régimen franquista e incluso le prestó algunos servicios, pero el malestar le carcomía por dentro. Para el régimen, tampoco fue nunca una persona de fiar. Era un intelectual. Los censores le tenían echado el mal de ojo. Y, como revela un reciente trabajo de Ponte Far, siempre tuvo ficha abierta. Hasta que en 1962 rompe definitivamente, cuando firma una carta de solidaridad con los mineros asturianos. Torrente, represaliado pero aliviado, pasa a todos los efectos a ser "un señor aparte" y apuesta para siempre por "su propio camino", por la creación literaria, por la libertad del "individuo autónomo". Con la democracia le llegaría el reconocimiento: el Premio Príncipe de Asturias y el Cervantes. Milan Kundera ha escrito que si a alguna patria pertenece el escritor es "a la maldita estirpe de Cervantes". Si en alguna tradición se sentía plenamente a gusto Torrente era en la cervantina. O mejor aún, anglocervantina. Porque él mantenía que Cervantes, para desgracia de la cultura y la propia historia, era una excepción en España, un fenómeno esporádico, y su herencia, muy poco aprovechada. La continuidad cervantina, sostenía Torrente, se da en la novela inglesa, cuando Sterne escribe su Tristram Shandy y afirma: "Yo estoy imitando a Cervantes". No se puede entender a Torrente sin su pasión por Cervantes. Está en el ADN de su obra, como un aporte genético. Si en algo actuó como agitador, como propagandista entusiasta, fue en la causa de Cervantes. A él dedicó su mejor obra crítica: El Quijote como juego (1975). Para Torrente, la herencia de Cervantes tenía la fuerza de un programa: la imaginación y el humor frente a una sociedad dogmática e históricamente malhumorada.

Y ésas fueron también sus herramientas preferidas. Era un buen conocedor de la historia y llegó a ser profesor de esta materia en la Escuela de Guerra, hasta su caída en desgracia en 1962. Como escritor, baja del pedestal a la historia para desmitificarla y reinventarla con ironía, para mostrar las puerilidades del poder y otros absurdos. Así ocurre con la Crónica del rey pasmado (1989). En La isla de los jacintos cortados (1980), Napoleón -una de sus obsesiones- resulta ser un personaje inventado por Metternich, Nelson y Chateaubriand, que no llegó a existir realmente. Pero también se da el proceso contrario. La fantasía le sirve para crear mitos necesarios. Así pobló de sirenas las costas de Galicia.

A Torrente le gustaba explicar y explicarse, quizá porque era consciente de la singularidad de su obra, ajena a las oleadas de moda. Nunca se resignó del todo a que una de sus creaciones más queridas, Don Juan (1963), fuera también un fracaso. En la Feria del Libro de Madrid de ese año firmó un solo ejemplar de la obra. Enfrente, una multitud jaleaba a un autor mediocre. "Estuve a punto de tirar la toalla. Fue entonces cuando acepté una oferta para enseñar en Estados Unidos". Con anterioridad había escrito Los gozos y las sombras como una especie de desafío a un entorno literario hostil y aguijoneado por la carta despreciativa de un colega. Se le reprochaba su oscuridad, su "intelectualidad". De esa reacción nació uno de los grandes frescos realistas de la literatura española contemporánea, la trilogía formada por El señor llega (1957), Donde da la vuelta el aire (1960) y La pascua triste (1962).

Fue un maestro inolvidable para sus alumnos, a los que procuraba contagiar con sus "pecados literarios", y le gustaba charlar a solas con un magnetófono (Los cuadernos de un vate vago, 1982, recogen sus cartas). Además de autor, era un "hombre de letras" que reflexionaba con rigor sobre su oficio. La fantasía y el humor resultaban ser un juego muy serio. "Lo fantástico, lo inverosímil, si lo cuentas mal, no lo crees. Es decir, que la fe en lo inverosímil es un acto mágico, pero es un acto mágico de las palabras". Toda historia tenía que tener "un principio de realidad suficiente"; es decir, tenía que convencer al lector para que aceptase un viaje a lo desconocido.

Escribió el castellano con curvas gallegas. Él había sido testigo de cómo Cunqueiro compuso en tres horas, en una taberna, un hermoso libro de poemas. Compartía con el catalán Maragall "la llei del amor": era una riqueza, y no un problema, que España fuese plural en lenguas y culturas. Le hubiera gustado una confederación ibérica con capital en Lisboa, más que nada por el mar. Frente a la miopía tecnocrática, consideraba la enseñanza de las humanidades un recurso futurista y establecía un paralelismo entre el bienestar de un pueblo y la industria de la imaginación: "La mejor fábrica de la historia de España es El Quijote".

"Totalmente imposible de entender, la acción pasa en un pueblo imaginario, Castroforte del Baralla, donde hay lampreas, un cuerpo santo que apareció en el agua y una serie de locos que dicen muchos disparates", informaba el censor, en 1972, sobre La saga/ fuga de J. B.

Ahora, el lector sabe que Castroforte existe. Con sus lampreas, su cuerpo santo y sus amantes retozando en la hierba: Burujulalos lescita languavolsentes, astas, astas, vistigar, delinquoslaia. Ya nadie recuerda el nombre del censor.

Los últimos días los pasó Torrente entre el lecho y el bosque umbrío de libros que era su piso de Salamanca. Lo habíamos visto en Galicia, en el verano, posado en el bastón como un ave milenaria y frágil. De repente, alzaba sus mirada de infante miope pero capaz de ensanchar el mundo como caleidoscopio o catalejo de navegante solitario y cantaba una copla de amor y romería (¡Que noite aquela, neniña, que noite aquela de vran! Ti contando as estreliñas i eu as pedriñas do chan) que ahora suena como hermoso epitafio en la memoria del aire.

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