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Ayer Irlanda, hoy Québec

IMANOL ZUBERO Ayer éramos Irlanda, hoy somos Québec. Es menos heroico. También es menos trágico. Comprendo que resulte menos atractivo. Ser irlandés tenía su cosa, para qué nos vamos a engañar: invadidos por un imperio, colonizados, rebeldes, bulliciosos... Los irlandeses han desarrollado una forma de ser y de vivir de la que pueden surgir héroes, guerreros, resistentes y bardos. Pero ¿qué atractivo tiene ser québécois? Afrancesados tozudos, colonizadores de unas tierras arrebatadas a los pueblos indígenas... Es difícil identificarse con ellos si lo que se pretende es entonar canciones de gesta. Lo que ocurre es que nadie puede pretender ser lo que no es o asemejarse a aquel de quien casi todo le separa. Empecinarse en tal pretensión es la mejor manera de labrarse una buena esquizofrenia y salpicar con ella a propios y extraños. Tras años de debates políticos y de sucesivos referéndums en los que se planteaba la voluntad de la provincia francófona de Québec de diferenciarse políticamente de Canadá, la Corte Suprema canadiense hizo público un extenso documento en el que, básicamente, procuraba responder a la cuestión siguiente: ¿tiene derecho Québec a proceder unilateralmente a su secesión de Canadá? La respuesta de la Corte es de una claridad que tira de espaldas: no hay ámbito de decisión que no exija diálogo y negociación. Existen unos vínculos de interdependencia (económica, social, política y cultural) que se verían comprometidos por una decisión democrática de los québécois en favor de la secesión. En virtud de estos vínculos objetivos y objetivables, la secesión no puede realizarse unilateralmente, sin negociación honesta entre todas las partes afectadas por esa decisión. Un voto que defina claramente una mayoría de ciudadanos de Québec en favor de la secesión, como respuesta a una pregunta claramente formulada, confiere al proyecto de la secesión una legitimidad democrática que todos los demás miembros de la Confederación canadiense tienen la obligación de reconocer. En este caso, en virtud de los vínculos antes referidos, Québec no podría esgrimir este resultado referendatario para invocar un derecho de autodeterminación en virtud del cual se pretendiera imponer al conjunto de Canadá sus propias condiciones en un proyecto de secesión. Sin embargo, tampoco sería aceptable que el orden constitucional canadiense se mostrara indiferente ante esa expresión clara de una mayoría de quebequeses que manifestaran su deseo de dejar de formar parte de Canadá. Ayer éramos Irlanda, hoy somos Québec. Ayer teníamos un problema, hoy tenemos una solución. Pero, ¿quién es el tonto que prefiere una solución a un buen problema? Especialmente si el problema era una solución que evitaba plantearse cuestiones fundamentales y la solución plantea el incómodo problema de enfrentarse a esas cuestiones. El modelo irlandés permitía disolver el debate sobre el futuro político de Euskal Herria en una etérea reivindicación del derecho a decidir "sin imposiciones externas", sin plantearse en serio cuál habría de ser el contenido de esa decisión. Estábamos tan alejados de la sociedad norirlandesa que el recurso a compararnos con ellos permitía pintar un retrato de la sociedad vasca alejado de su propia realidad. El modelo québécois, en cambio, nos impone la ingrata tarea de mirar cara a cara lo que realmente somos: una sociedad compleja, plural, conformada por identidades diversas y dinámicas, que a lo largo de los siglos ha tejido una trama de vínculos económicos, políticos, sociales y culturales con el conjunto de España y de Francia, pero en la que se manifiesta una profunda incomodidad con la actual plasmación jurídica de estas vinculaciones. Ayer bastaba con agitarse enarbolando fetiches. Hoy es preciso sentarse a dialogar en serio, con proyectos sobre la mesa y estrategias democráticas para sacarlos adelante entre todos. En estas condiciones, ¿quién quiere tener una solución cuando puede tener un buen problema?

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