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Muere, Ciencia

ENRIQUE MOCHALES Sucede en una pescadería. Yo voy a comprar un chicharro, para prepararlo como si fuera un besugo. Y en la fila escucho los comentarios apesadumbrados que una señora le hace a otra. -Ay hija- se lamenta. Que estoy con mucho disgusto, porque según dice un tal Horgan, la ciencia se acaba. Dentro de poco veremos que los grandes descubrimientos están hechos, y en el futuro sólo nos ocuparán los detalles. Que nada, que no hay forma de que después del Big Bang, la mecánica cuántica, la relatividad, la selección natural y la genética basada en el ADN descubramos algo grande que merezca la pena. -No te preocupes, mujer- le dice la otra-. Que yo también he oído eso por la radio y no me lo creo. Mira, ese Horgan tiene una miopía intelectual que le impide ver bien de lejos. Yo asisto, atónito, a la charla. No entro en la polémica, por pura prudencia. Pero el pescadero, que mientras prepara diestramente unos peces, lo ha oído todo, entra en escena. -Miren señoras- comienza-. A cada problema resuelto surgen mil por resolver. Mientras la humanidad siga dudando, la ciencia tiene mucho que dar. El hombre descabeza un pez enorme de un tajo preciso, y continúa: -Además, la cortedad de miras de ese señor Horgan al anunciar los límites de la ciencia es patente cuando él mismo afirma que "la mecánica cuántica y la teoría del caos constriñen nuestra capacidad de predicción". No comprendo entonces por qué él mismo divulga una predicción que vaticina el fin de la ciencia, incurriendo en una clara contradicción. Vamos, hombre. Así habla el pescadero. Yo continúo de oyente. Una tercera señora decide arrancarse y emitir su opinión. Habla en tono arrogante. -Yo opino, si me permiten, que el que ha escrito ese libro sobre el techo de la ciencia debería pensar que anunciar este final es como reconocer por fin que la ciencia es menos que la idea de Dios. Lo que no entiendo es por qué no incluye las ciencias políticas y las ciencias económicas en su concepto de ciencia, y nos dice, por ejemplo, cuál es la fórmula magistral para acabar con el paro. -Bueno, señora, no se nos ponga usted teóloga y mucho menos tecnócrata- le increpa el pescadero-. Tengamos la fiesta en paz. Pero el foro científico de la pescadería dista mucho de la pacificación, porque una muchacha joven, que hasta el momento no ha abierto la boca, exclama: -¡Si la ciencia se acaba, que nos digan cuándo, cómo y dónde! Se produce un revuelo entre los presentes. Todos quieren hablar a la vez, citan autores, enuncian fórmulas, apuntan teorías. El pescadero tiene que poner orden, y después me dirige una mirada interrogante. Carraspeo un poco y digo con voz firme: -Yo quiero un chicharro. Me lo prepara para ponerlo a la espalda. Dicho y hecho. Lo prepara. Ahora he vuelto a casa. Estoy sentado delante de mi ordenador, un tanto confuso. Cuando no tecleo lo miro con extrañeza. Pienso que cualquier día destriparé esta máquina, como de niño destripé algún reloj para gozar con las rueditas y las tuercas. Pasearé la vista por los circuitos como si yo fuera un descubridor de América. Y tal vez llegue a la conclusión de que la ciencia es, en cierto modo, como el continente americano. Cien años más tarde del descubrimiento del Nuevo Mundo, ya se habían perfilado los mapas, dado nombre a los ríos, las montañas y los pueblos. Había pasado el tiempo de los grandes descubridores, y tan sólo hacía falta rellenar los huecos. Tomando el ejemplo del continente americano, no estoy seguro de que la bóveda de la ciencia sea inconmensurable. Quizás nos demos un coscorrón contra su techo. Y eso duele.

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