_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Malditos perros

A la gente le gustan los animales, pero a los animales les gustan las aceras, los árboles, el césped, las estatuas, los montones de arenas de las obras, los neumáticos de los coches. Eso quiere decir que la suma de un perro urbano y una persona egoísta es igual a una ciudad asquerosa. O sea, Madrid. ¿Por qué? Seguramente porque, en ese aspecto, nuestras calles son el resultado de otra combinación fatídica: la que forman el desinterés de las instituciones y la insolidaridad de muchos ciudadanos.Uno puede pasear durante horas por Nueva York, París o Copenhague sin encontrarse un solo excremento de perro. Lo que sí puede ver es a hombres y mujeres que cada mañana y cada atardecer pasean con sus dálmatas, sus afganos, sus caniches o sus bóxer, y cuando éstos hacen sus necesidades, las recogen tranquilamente con pequeñas bolsas de plástico y las tiran en papeleras especiales. Al ver eso, uno puede considerar el capricho de tener una mascota como una costumbre bonita y culta, propia de seres modernos y civilizados.

Pero luego vuelves a Madrid y te encuentras tu barrio lleno de inmundicias; sales a dar un paseo después de la cena y observas a una legión de personas que llevan a sus perros a defecar delante de la puerta del vecino, a la entrada de un colegio, en un parque, junto a los columpios y los toboganes de los niños o, como ocurre un día tras otro en mi calle, al pie de un hospital. Lo hacen con toda la desfachatez del mundo, sin un mínimo asomo de culpabilidad: miran deponer a su perro con cara de satisfacción, se dan media vuelta y vuelven a sus hogares. Si les miras con mala cara, piensan que eres un cursi y un afectado -aunque estoy seguro de que ellos no lo llamarían de esa forma. En mi calle, la escena termina la mañana siguiente, cuando el portero de cada casa o los limpiadores de la clínica salen a recoger la porquería y a echarla a la basura. En otros lugares serán los servicios municipales los que se encarguen de meter en cubos la falta de vergüenza de todas esas personas.

La costumbre de dejar los excrementos de los perros en medio de la vía pública es bárbara e insalubre; es salvaje y, por tanto, indigna de una sociedad que se considera avanzada; es un arcaísmo inexplicable en medio de este mundo hecho de computadoras, videocámaras, teléfonos celulares y antenas parabólicas; es un espectáculo repugnante y un foco de infección. Sin embargo, no parece que a nadie le importe, y menos a un Ayuntamiento como el nuestro, que siempre ha preferido las decisiones torpes y electoralmente rentables a las buenas e impopulares. Es más, da la impresión de que todo esto se considera algo así como una pequeña travesura, una fechoría sin demasiada importancia a la que, de todas formas, ya estamos acostumbrados porque ha ocurrido toda la vida. Sin duda, a algunos les seguirá pareciendo mucho más indecente o escandaloso que dos homosexuales vayan por una plaza cogidos de la mano.

Está claro que quienes tienen la obligación de acabar con este vicio, más propio de los tiempos del agua va y de los coches de caballos que del umbral del siglo XXI, son las administraciones; que está en su mano poner en marcha campañas publicitarias de concienciación y medidas disuasorias que sean algo más que leyes cuyo cumplimiento no se vigila: resulta penoso decirlo, pero, por desgracia, la gente no se pone el cinturón de seguridad de sus automóviles para salvar su vida, sino para ahorrarse una multa.

Lo que se ha hecho hasta ahora es muy poco. Casi nada. Es verdad que existen algunos recipientes diseñados para que los dueños de los animales cojan una bolsa verde de la parte de arriba y la depositen, después de usada, en la papelera de abajo. Pero también es cierto que muy pocos los usan, que la mayoría de los propietarios de perros prefieren librarse de la incomodidad o sienten asco. Qué les parece: tan marranos y al mismo tiempo tan escrupulosos.

Aunque, en el fondo, ésa es sólo una de sus contradicciones. Otra es que, con su falta de respeto por los demás, lo único que consiguen es que odiemos, por extensión, justo a los que no se lo merecen: esos perros suyos a quienes dicen que tanto quieren.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_