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La falacia de la secesión

Enrique Gil Calvo

El nuevo clima político creado en Euskadi tras el desistimiento de ETA se ha traducido en el cambio de su sistema de gobierno, pasando del anterior tripartito pluralista a un nuevo modelo monocolor. Y este giro, interpretado a la luz del clásico análisis de Arend Lijphart como ha hecho Javier Pradera, supone pasar de la democracia consociativa o por consenso (capaz de representar bases sociales complejas y divididas como las vascas) a la democracia mayoritaria o de Westminster (sólo válida para gobernar sociedades culturalmente homogéneas), fundada en la voluntad excluyente de un sector social, momentáneamente mayoritario. Y los efectos de semejante realineación no se han hecho esperar. Tras un cese propagandístico de actividades durante la campaña electoral y las posteriores negociaciones para formar gobierno, desde que Ibarretxe anunció su renuncia al tripartito HB ha reanudado su acoso social contra los sectores no nacionalistas. Pero lo malo no son los sabotajes, pues mucho peor resulta que el PNV parezca decidido a convertirse en simple compañero de viaje de HB y EH.¿Hay que tomarlo en serio y alarmarse ante lo que está por venir, cuando el bloque nacionalista convoque su anunciada Asamblea Nacional? ¿O es todo puro teatro político, del mismo tipo alambicado y jesuítico al que nos tiene acostumbrados el PNV? Esa segunda alternativa es la que parecerían indicar las frecuentes falacias que profieren los nacionalistas tomándolas por verdades como puños, pues no se puede pensar que son sinceros y se creen lo que dicen cuando sostienen en público absurdos tales como el de aquel portavoz de Gestoras pro Amnistía que abogó por "la presión social contra los violentos, contra el Gobierno del PP, contra sus concejales, contra todos los cargos políticos que son responsables de que no se respeten los derechos de los presos" (EL PAÍS, página 17, 16 de diciembre de 1998). Y calificar de violentas a las víctimas para reclamar los derechos de sus verdugos no es más que otra de sus falacias, habituados como están a falsificar la realidad.

Es lo mismo que también hacen sus demás compañeros de viaje madrileños, proclives a pacificar el terrorismo cediendo frívolamente a todos sus designios. Así, un notorio abogado de los presuntos derechos históricos ha podido sostener que "cuando hace más de un año se optó por aislar a Herri Batasuna, señalé con escándalo de muchos que, a más de imposible, la medida era errónea y provocaría un frente abertzale: a las pruebas me remito" (EL PAÍS, página 20, 12 de diciembre de 1998). La falacia es tan descomunal como la petulancia de su autor, pues parece de todo punto evidente que el desistimiento terrorista se debió, precisamente, al espíritu de Ermua: aquella masiva movilización social en demanda del aislamiento de los violentos que abrió los ojos del nacionalismo vasco moviéndole a convencer a ETA para que dejase de matar, so pena de perder su menguante apoyo popular. Por eso, el que ahora los adversarios de aquel aislamiento pretendan hacernos pasar gato por liebre sólo demuestra su propia ligereza, que intenta justificar a toro pasado el frívolo sostén prestado a una causa criminal.

En todo caso, se advertirá que la estructura lógica de todas estas falacias es idéntica, pues siempre se trata de reconstruir interesadamente los hechos dándole la vuelta a la realidad, reconvirtiendo semánticamente los fracasos y las derrotas en éxitos y en victorias. Semejante desfiguración ha sido calificada de falta de realismo por observadores como Ramoneda, pero no parece tratarse de ceguera inconsciente, sino de toda una estrategia retórica, que busca crear un clima de opinión imponiendo su propia definición unilateral de la realidad. ¿Con qué objeto?: el de justificar lo injustificable, como es el asesinato travestido de derecho a matar. No hay, pues, tal falta de realismo, sino, por el contrario, una pantalla distractiva de premeditado camuflaje, destinada a dignificar la frivolidad nacionalista que pretende encubrir la comisión de 800 asesinatos gratuitos bajo el manto aparentemente legitimador de un presunto pero falaz derecho a la impunidad.

Antes era la evidencia fáctica del crimen político la que le confería apariencia de verosimilitud al mensaje nacionalista: matamos por ella, ergo nuestra fe nacional es la única verdadera. Pero como ahora se ha demostrado que el nacionalismo tiene más que ganar por medios pacíficos, hay que dignificar ex post el sangriento pasado criminal, dotando de sentido verosímil a la monstruosa frivolidad que supone haber matado por nada y sin objeto alguno. De ahí la invención del derecho a la secesión: la nueva falacia destinada a vestir la desnudez del emperador, encubriendo la falta radical de sentido de la violencia nacionalista. Y el silogismo actual reza: tenemos un derecho natural a la secesión unilateral; ese derecho se nos niega; ergo nuestros homicidios estaban justificados. Ahora bien, para poder justificar lo injustificable, hace falta vincularlo al cumplimiento de algo imposible, como es la secesión unilateral: sólo así la pasión nacional seguirá pareciendo irredenta, mientras la imposibilidad oculte su carácter de pasión inútil.

El presunto derecho a la secesión es una falacia porque se plantea en términos unilaterales (según el eufemismo del "ámbito vasco de decisión"), lo que implica una contradicción, ya que ignora los derechos recíprocos de la otra parte afectada en la relación que se pretende escindir. Es verdad que, planteado como emancipación o autodeterminación, parece un derecho legítimo. Pero sólo se nemancipan o autodeterminan los hijos o los siervos colonizados, al asumir su plenitud de derechos con la manumisión o la mayoría de edad. ¿Es el País Vasco un siervo, una colonia o un hijo de la madre patria España?: la metáfora no parece verosímil, y ya sabemos por Mary Douglas que la legitimidad de las instituciones depende de las metáforas con que se revisten para adquirir carta de naturaleza. Pues bien, la única metáfora aplicable para legitimar el derecho a la secesión de Euskadi es, como ha expresado Francisco Laporta, la del divorcio. Efectivamente, el vínculo político es tan disoluble como el vínculo conyugal (no así el vínculo paterno-filial, que es indisoluble): pero, al igual que aquél, sólo es disoluble por la libre voluntad y el mutuo acuerdo de las dos partes.

Cuando una pareja se divorcia, hay que negociar el reparto del patrimonio común heredado, la distribución de los bienes gananciales y sobre todo la manutención, guardia y custodia de los hijos habidos, decidiendo cómo se asume a partir de entonces el compromiso moral con su educación. Lo cual exige además compensar económicamente al cónyuge que resulte peor parado, sobre todo si debe asumir el grueso del coste de las cargas familiares. De ahí que, cuando no se produce el mutuo acuerdo espontáneo sobre este precio del divorcio, haya que recurrir al arbitraje de la autoridad judicial, encargada de poner paz y orden protegiendo los derechos de los más débiles. Pues bien, salvadas las distancias, algo análogo es lo que debería hacerse para poder plantear la secesión de Euskadi: su divorcio del Estado español exigiría un pacto por mutuo acuerdo que incluyese pagar un precio a la parte afectada por la separación, compensando los derechos lesionados del resto de España. De no ser así, la secesión unilateral no equivaldría a un divorcio sino al puro y simple abandono del hogar, dejando a su suerte a los miembros más débiles de la familia.

Y como la renta media de los vascos es muy superior al promedio estatal, este pacto supondría establecer un canon anual (equivalente a la pensión de mantenimiento y alimentación que se pacta en los casos de divorcio) cuya cuantía habría de ser muy superior al montante actual del vigente Concierto Económico, dada la necesidad adicional de sufragar lo que Miguel Ángel Aguilar ha llamado "el coste de la No España": entendiendo por ello el lucro cesante que sufrirían los ciudadanos españoles al reducirse tan drásticamente la escala del tamaño estatal. La independencia no es gratuita y quien la obtenga deberá sufragar su precio, indemnizando por adelantado a los perjudicados: ¿se está dispuesto a calcular y a pagar este precio de la secesión? Pues una cosa sí está clara: como ha dictaminado el Tribunal Supremo de Canadá sobre el caso de Quebec, el derecho sobrevenido a la autodeterminación no puede satisfacerse a costa de despreciar y lesionar los legítimos derechos adquiridos del resgo de ciudadanos afectados.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutnse de Madrid.

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