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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Voluntad genocida

LA ÚLTIMA matanza de civiles albaneses en Kosovo ha conseguido lo que parecía ya casi imposible: indignar una vez más a las conciencias europeas. Dos días después de que la Organización para la Cooperación y Seguridad en Europa (OSCE) convenciera al Ejército de Liberación Kosovar (ELK) para que liberara sin daño a los nueve soldados serbios que había capturado como prisioneros de guerra, los observadores internacionales descubrieron los cadáveres de 46 albaneses, casi todos civiles, ejecutados en las cercanías de la localidad de Racak. Se trata de una evidencia más de que Belgrado no duda en exterminar a la población civil para apagar toda resistencia en Kosovo, aun a riesgo de colmar la ya excesiva tolerancia de la comunidad internacional. La permisividad de la OSCE con Milosevic ha costado una nueva matanza indiscriminada de civiles y la enésima humillación de ese organismo europeo encargado de supervisar la situación sobre el terreno.El Consejo de la OTAN se reunió ayer para estudiar la situación. Y la condena es, por supuesto, enérgica e indignada. Pero hace ya tiempo que las condenas verbales y las amenazas huecas son una afrenta a las víctimas y a la opinión pública internacional. Antes incluso de que se vieran las terribles imágenes de los civiles ejecutados y en parte mutilados era ya muy tarde para contentarse con condenas por lo que todos debieran saber que es parte de una política general de exterminio. Frases como la del secretario general de la OTAN, Javier Solana, de que no se tolerará más ese tipo de acciones comienzan a volverse contra quienes las pronuncian. Se han estado tolerando y se están tolerando tanto que quienes practican estos crímenes lo hacen con el mismo sentido de impunidad que tenían a principios de esta década cuando cometieron las atrocidades que hoy ocupan al Tribunal Internacional de La Haya.

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Es ya hora, lo es desde hace años, de que se trate al presidente de Yugoslavia, Slobodan Milosevic, como se merece. Es decir, no como una parte implicada en un conflicto, sino como el factor desencadenante y máximo responsable de esta demencia criminal que recorre los Balcanes. Debería ser ocioso a estas alturas recordarlo, pero, por desgracia, no es así. La humillación que la mediación de la OSCE ha sufrido después de negociar la liberación de los soldados serbios y recibir como respuesta la matanza de civiles albaneses es similar a la que sufrió la ONU cuando sus observadores en la guerra de Bosnia fueron utilizados como rehenes y parapetos humanos en aquel conflicto.

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Milosevic ha sabido siempre utilizar bien las coyunturas favorables a sus propios fines. Con el presidente norteamericano, Bill Clinton, acosado por su propio Congreso y la Unión Europea dedicada a sus problemas internos, no espera mayor capacidad de resolución en Occidente. Y con un Borís Yeltsin preagónico, nuevamente hospitalizado, ve a Rusia incapaz de adoptar una línea política que demuestre lo harto que está el Kremlin de tener que defender lo indefendible en los Balcanes. Todos eran conscientes de que la guerra de Kosovo no iba a acabar con el precario alto el fuego impuesto en octubre pasado por la amenaza de intervención de la OTAN. Pero el claro endurecimiento de la actuación de Belgrado, con amenazas a la oposición interna serbia, desafíos obscenos a la comunidad internacional y la abierta disposición de Milosevic a recuperar la política del terror generalizado en Kosovo, exige una respuesta rápida y enérgica.

En caso contrario corremos el riesgo de que no sea sólo Milosevic el que pierda todo respeto a las normas mínimas de civilización en el continente y de que los mecanismos de defensa occidentales acaben siendo ridiculizados por otros como él y su aliado Vojislav Seselj, que se autoproclama nazi. Estos dos hombres dictan la política criminal que vuelve a manifestarse con la última matanza. Si después de lo ocurrido consiguen salir impunes, nadie podrá estar seguro, especialmente en aquella región, de que otros no utilizarán los mismos métodos e idéntico mensaje.

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