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Ibáñez

DÍAS EXTRAÑOSRAMÓN DE ESPAÑA Mortadelo y Filemón cumplen 40 años y, para festejar la efemérides, Círculo de Lectores consagra a su creador, Francisco Ibáñez, con una magna exposición. ¿Algo que objetar? Nada en absoluto, pero uno, que tiene un punto a lo Pepito Grillo nada desdeñable, no puede dejar pasar la oportunidad de reflexionar un poco en voz alta sobre el mayor éxito de la historieta española de todos los tiempos. Las páginas de un diario son un lugar más adecuado para hacerlo que la inauguración de la exposición, a la que fui amablemente invitado por la gente de Círculo para decir unas palabritas elogiosas y a la que no acudí porque mi opinión sobre la obra de Ibáñez tiene tantas luces como sombras, y tampoco era cuestión de dar el cante y ejercer de aguafiestas. Antes que nada, debo decir que soy lector de Ibáñez desde la infancia y que en esa época el hombre me dio bastantes alegrías. Lo hizo con Mortadelo y Filemón, evidentemente, pero también con el botones Sacarino o con Rompetechos. Es indudable que sin Pepe Gotera y Otilio no existiría una serie televisiva de tanto éxito como Manos a la obra. Y que las aventuras de la familia Trapisonda, aunque estuvieran claramente inspiradas en las de los desastrosos Cebolleta, del difunto Manuel Vázquez, estaban a la altura de las mejores películas de Berlanga. Pero... Sí, después del jabón inicial llega la hora de los peros. ¿Han intentado ustedes, en la madurez, releer algún álbum de Mortadelo y Filemón? Yo sí, y se me ha caído de las manos. Puedo volver una y otra vez a cualquier álbum de Tintín o a los que René Goscinny dedicó a sus galos favoritos, Astérix y Obélix (desde que el dibujante Albert Uderzo se hizo cargo, a la muerte de su socio, de los guiones la serie deja mucho que desear), pero Mortadelo y Filemón son sólo un excelente recuerdo de la infancia. Es decir, que está muy bien celebrar los 40 años de los dos agentes de la TIA, pero otra cosa es conseguir situarlos al mismo nivel creativo que el periodista que nunca escribió un artículo o los galos que jamás se rindieron a los romanos. El hecho de que esto sea así obedece a un doble motivo. De un lado, la escasa ambición conceptual de Francisco Ibáñez, un hombre aparentemente más interesado en producir a destajo que en cuidar la calidad del producto. De otro, un mercado poco exigente y una editorial (la extinta Bruguera) incapaz de tratar con el mínimo respeto a los autores que la alimentaban. Para Bruguera, Ibáñez fue poco más que una inagotable fuente de chascarrillos, papel al que, por cierto, el autor se adaptó sin rechistar. Ibáñez, que funciona bien en la distancia corta, en la historieta de una y dos páginas (recordemos su estupenda serie 13, Rue del Percebe), nunca ha dado la talla en la distancia larga, en el álbum con exposición, nudo y desenlace. Aunque a su editor eso le daba lo mismo. ¿Para qué se iba a matar Ibáñez si Bruguera imprimía su obra en papel de estraza, la rotulaba con una horrenda tipografía de catálogo y la coloreaba de cualquier manera? Sólo un álbum, El sulfato atómico, publicado a finales de los sesenta, intentaba ofrecer al público la dignidad que éste encontraba en los productos franceses: cuatro tiras por página, un guión trabajado, un dibujo cuidado, una rotulación a mano, un color bastante bien dado... Pero aquello fue flor de un día. Enseguida la obra de Ibáñez volvió a las cinco tiras por página y al descuido más absoluto en lo referente a guión, dibujo, color y rotulación. Y así han seguido las cosas hasta ahora mismo, cuando Mortadelo y Filemón cumplen 40 años de vida. Cuarenta años en los que la desidia del autor, de sus editores y de sus lectores han hecho de lo que podría haber sido una obra de peso poco más que un aluvión de chistes, a veces buenos, destinados a la diversión infantil. Es probable que Mortadelo y Filemón sean para nosotros, los españoles, lo que Astérix y Obélix para los franceses y Tintín y Milú para los belgas, pero me temo que eso no dice mucho en nuestro favor.

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