"Sonàmbul entre adormits"ARCADI ESPADA
Al nieto no le ha gustado el final de la exposición Despert entre adormits, dedicada a Joan Maragall y al fin de siglo barcelonés, que se presenta estos días y hasta febrero en el Museo de Historia de la Ciudad. Parece que al principio de su visita mostraba buena cara y que durante el recorrido elogió más de una vez la disposición de los objetos y la nitidez del discurso. Tenía por qué: el equipo dirigido por Patrícia Gabancho ha conseguido, luchando contra el tiempo y la escasez de dinero, una exposición digna y sobria, sin vanidad ni autocomplacencia. Pero al final la satisfacción del nieto se torció: en la oscura galería donde la señora Gabancho ha instalado el fracaso de Maragall y el fracaso, con él, de una cierta idea de Cataluña, el nieto vio un pesimismo casi obsceno, una lectura errónea de la complejidad del abuelo. Puede ser que en su juicio pesara, más o menos conscientemente, la inoportunidad de que en la hora de autos el pesimismo y el fracaso se asocien a cualquier encarnación del apellido Maragall. Pero más allá de su humanísimo fastidio ("home, ara això no toca!"), su reproche no tiene justificación. Porque uno de los aciertos indiscutibles del montaje está en esa galería conceptual, perforada con fragmentos de granito que van derrumbándose al compás de las esperanzas maragallianas y de su construcción ideal de Cataluña. El fracaso de Maragall en su tarea de conductor de sus vecinos -masas sería un sustantivo por completo inapropiado- es un hecho constatable en la historia y en sus propios últimos escritos. De este fracaso se ha culpado tradicionalmente a la burguesía, por no haber escuchado, en su cerrilidad, en su feroz egoísmo y en su mísera cobardía, los altos y hondos consejos de su mentor. Como derivación enternecedora de esta circunstancia, la exégesis alude siempre a la soledad patética que atravesó Maragall en sus últimos años. Siempre me ha sorprendido este recurso de los exégetas. Soledades -y duras- fueron las de Verdaguer o Gaziel, por poner un antes y un después. ¿Pero Maragall? ¿Con su Dios, con sus hijos, con sus rentas, con sus periódicos? ¿Con la mala conciencia siempre a su lado? D"Ors tiene en el Glosari una frase sobre el decadentismo fin de siglo que resulta ser una agudísima penetración en el caso concreto de Maragall, en su sentimentalidad, en su patetismo, en lo que han dado en llamar -¡oh, oh!- su tragedia: "Del seu mal, cínicament, els homes que el vivien se"n feien una mena d"orgull". La noche en que estalla la bomba del Liceo, Maragall está allí. Salva su vida y la de su familia, y cuando llega a casa se encierra a escribir Paternal, poema de la sangre y de la bárbara inutilidad del nacer. Sus amigos burgueses van en busca de jueces y pistoleros que respondan al golpe mientras los asesinos viajan por el subsuelo. Él escribe en su gabinete caldeado. ¿Ni con unos ni con otros? Qué tontería... Como si los burgueses del tiempo no supieran que hay que poner piso, por un igual, a las queridas y a los poetas. Luego, ante los fusilamientos de Montjuïc, Maragall escribe su famosa serie de tres artículos, Ah! Barcelona, L"església cremada y La ciutat del perdó. Muy bonitos. Hoy les encantan a los vecinos de Sant Gervasi. Cuando las bombas, los vecinos estaban muy ocupados fusilando y no les gustaron tanto. Se comprende que no podían paladearlos. ¿Las ideas de esos artículos? Dos: amor y perdón. Cito: "Que no ho veieu que lo que ens manca és l"amor?". En una carta a Cambó de aquellos días escribe textualmente: "I és que el cor em diu que s"afusella massa gent". ¿El cor? ¿Massa? Era un buen hombre Joan Maragall. Aunque nunca atravesó la calle. Resulta sarcástico: pasa por ser el primer poetizador de la ciudad y el primer teorizador de lo civil. Pero no fue capaz, por ejemplo, de comprender la reforma del Eixample ni su propósito de higiene moral. Si alguno de sus artículos demostrara la evidencia de un conocimiento, aun superficial, sobre las condiciones de vida de los obreros de la época; un conocimiento, aun alfabético, sobre el proceso de enriquecimiento de sus vecinos; un conocimiento, aun de oídas, sobre las rudas y explosivas transformaciones de la sociedad catalana y barcelonesa; si alguna de sus apelaciones a los vecinos tuviera, en fin, la precisión del razonamiento y no la intercambiable emoción de las parábolas evangélicas, y si después de metido todo esto en un buen centón de artículos un lector de hoy pudiese constatar el fracaso de su labor de orientación, sí podría hablarse entonces de la soledad maragalliana, del burgués sin burgueses, del ciudadano sin ciudad, de la voz sin eco. Pero con relación a la burguesía de su país y de su tiempo, Maragall fue poco más que su coartada, su penitencial y estéril examen de conciencia. Puede dudarse de que hubiera burguesía en la Cataluña finisecular. Pero, desde luego, si había pensamiento no surgía del gabinete caldeado. Hablo de pensamiento, desde luego, en el único sentido posible, en el puro pleonasmo que supone hablar de pensamiento crítico: Maragall jamás entabló con su clase una relación intelectual, dialéctica, política. Nunca pasó del conflicto sentimental. Hace años, Eugenio Trias escribió dos libros con el objetivo sorprendente que delata el título del primero: El pensament de Joan Maragall y La Catalunya ciutat. No hay duda, leyéndolos, de que tuvo que echar mano de una gran cantidad de recursos propios. Al margen del amor amor y del perdón, de sus corteses hola y adéu a España -cada vez que entraba y salía-, el vuelo del pensamiento maragalliano provoca vértigos semejantes al de considerar las gatades de Pitarra un ejemplo de "la gracia europea". En cuanto a su contribución al catalanismo, basten las líneas de uno de sus últimos artículos, que la comisaria de la exposición considera su testamento ideológico: "Creo que necesitamos todavía de mucho catalanismo idílico, de mucha concentración del amor a Cataluña, de mucho exclusivismo". No hay duda de que Maragall hablaba al corazón de las gentes: un siglo después aún provoca taquicardia leer tales simplezas. Simplezas, por cierto, que la generación noucentista, tan antipática por tantas causas, pero a la que no puede negarse su disposición a pensar y trabajar seriamente, ya consideraba plenamente como tales. Es verdad que en sus artículos hay intuiciones apreciables -el rol de la prensa en la modernidad lo vislumbrará con ojos proféticos- y que sus puntos de vista lingüísticos resultan balsámicos para un catalán de hoy: "Una lengua no es algo que tenga calidad o sustancia por sí, sino que es un modo de expresarse y no es la lengua la que hace a la gente sino la gente la que hace a la lengua", escribe con sensatez. Sin embargo, sus opiniones lingüísticas cobran valor, sobre todo, por haberse mostrado inmunes al virus del romanticismo alemán, decisivo en su formación, y si brillan especialmente en nuestro fin de siglo catalán es porque el reaccionarismo lingüístico más analfabeto atraviesa el país de punta a cabo. Tomada al margen de estas dos circunstancias, la teoría lingüística maragalliana -despojada, eso sí, de su misticismo- cabe en tres párrafos de un artículo de Larra -El álbum, por ejemplo-. Y digo Larra por oponer el primer romántico peninsular al que tradicionalmente se considera el último: más de 50 años, a favor de Larra, los separan. La gracia, a un tiempo popular y refinada, de algunos versos de Joan Maragall basta para asegurarle un lugar en la rima cotidiana y en la memoria de las gentes del país. Así, es innecesario seguir insistiendo en su carácter orientador, en su pensamiento y en su legado cívico. Maragall vivió y escribió en un país completamente virtual, en el que por otra parte ha vivido y sigue viviendo lo peor del catalanismo. No encuentro metáfora más disponible para reflejar todo esto que el granito despedazado de la exposición que presenta el Museo de Historia. Una metáfora, y espero que el nieto lo entienda, política.
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