Juicio en Europa para Pinochet
"El Reino Unido debería devolver a Chile al general Pinochet, tanto por consideraciones humanitarias como jurídicas, evitando su extradición a España". He ahí el argumento esencial que -obligado por razón del cargo que ocupa- el canciller chileno José Miguel Insulza hubo de repetir una y otra vez en su incómodo periplo europeo, en el que propugnó, sin ningún éxito, la liberación del ex dictador causante de su propio exilio de varios años. "Se trata ya de un hombre anciano y frágil", añadió por su parte, conmiserativamente, la ex Dama de Hierro Margaret Thatcher, evidenciando el actual reblandecimiento de su férrea condición de ayer. Respecto a la ancianidad -indudable- y la debilidad -real o supuesta- del general, no olvidemos que existen ancianos ya físicamente débiles, pero cuyo talante anímico mantiene vivas y persistentes su vieja crueldad y su vesánica determinación. Así pudo comprobarse en antiguos dirigentes nazis, que ya en plena ancianidad alardeaban y justificaban todavía su criminal actuación. Está claro que el ex dictador chileno se incluye de lleno en esa categoría de viejos criminales que no sólo no se arrepienten en absoluto de los abyectos crímenes que mandaron cometer y del inmenso daño humano y social que causaron, sino que, ya en sus años finales, proclaman abiertamente, con repugnante orgullo, su satisfacción por lo que hicieron, confesando que, abocados nuevamente a las mismas circunstancias, volverían a repetir sus mismas actuaciones de décadas atrás. Es decir, perpetrando su correspondiente golpe militar, seguido de su drástica represión, y poniendo en tal empeño todo el crimen, toda la tortura y toda la brutalidad que en su día tuvieron oportunidad de practicar.
En cuanto a las consideraciones debidas a la vejez, ¿acaso no eran suficientemente viejos el general retirado Carlos Prats -ex jefe del Ejército- y su esposa, asesinados por la DINA en Buenos Aires? ¿Acaso no lo eran también Bernardo Leighton, presidente de la Democracia Cristiana chilena, y su esposa, irreversiblemente malheridos ambos en Roma por el mismo servicio secreto de Pinochet, y nunca recuperados hasta su muerte? Recordemos que, cuando varios altos jefes militares expusieron sus discrepancias sobre la línea abiertamente criminal desarrollada por la DINA, Pinochet puso fin a la discusión diciendo tajantemente: "La DINA soy yo". En definitiva, la consideración humanitaria debida a las personas de edad avanzada fue ignorada y pisoteada por Pinochet a la hora de deshacerse de sus adversarios demócratas, dentro o fuera de su país.
Respecto a ese concepto -hoy día insostenible- de que los jefes de Estado deben gozar de la permanente consideración de personas inmunes, incluso para los delitos de lesa humanidad, tanto durante su cargo como después de él, ¿acaso Salvador Allende, en su calidad de jefe del Estado, no tenía derecho a esa misma consideración o privilegio de inmunidad presidencial? He aquí otra consideración que el general negó a su enemigo y que ahora vuelve a exigir para sí, reclamando nuevamente su inmunidad soberana tras la anulación del pronunciamiento adverso de la Cámara de los Lores.
Por añadidura, el canciller Insulza se permitió afirmar algo de mucha mayor entidad: "En España, por el exceso de emocionalidad desencadenado, no se dan las condiciones para un juicio justo y objetivo contra Augusto Pinochet. Sólo en Chile sería posible un juicio con las debidas garantías de justicia y objetividad". Como broma, no está mal. Pero, bromas aparte, esto ya nos resulta de más difícil digestión, dada su desmesurada falsedad. Existen, de hecho, una serie de barreras infranqueables que imposibilitan un juicio válido contra Pinochet en su país. Primera, la amnistía de 1978, allí plenamente vigente, y que ha servido para garantizar, en términos efectivos, la impunidad de los delitos cometidos hasta tal año en el marco de la represión militar. Segunda, la Constitución de 1980, igualmente vigente, concebida y diseñada por el propio Pinochet para asegurarse, entre otras cosas, su más definitiva impunidad personal. Tercera, su inmunidad parlamentaria, dada su condición de senador vitalicio. Cuarta y principal: el Ejército de Chile, cuya jefatura ha detentado durante 25 años, y cuyo enorme peso fáctico mantiene todavía a aquella sociedad en situación de democracia vigilada, conservando su capacidad de hacer sentir su fuerte presión coactiva sobre todos los poderes del Estado. El propio ex presidente Patricio Alwyn lo ha reconocido honestamente advirtiendo de que, en el Chile de hoy, no existe la menor posibilidad de un juicio efectivo contra Pinochet.
Comprendemos que el canciller chileno, sin duda en la más ardua de sus misiones diplomáticas -auténtica "misión imposible", al menos en el terreno de las convicciones propias y ajenas-, se haya visto forzado a proferir afirmaciones semejantes, pero nadie puede imaginar que él mismo se las pueda creer. Pinochet será juzgado seriamente en Europa -con todas las garantías del debido proceso- o no lo será en ninguna parte. Careciendo -todavía- del necesario y esperado Tribunal Penal Internacional, alguien se preguntará por qué ha de ser juzgado el ex dictador chileno precisamente en España, o en otro de los países europeos -Francia, Suiza o Bélgica- que ya han reclamado su extradición. La respuesta es muy simple, aunque su materialización resulte inevitablemente compleja: porque ha sido precisamente en estos países, y muy principalmente en España, donde se han acumulado y substanciado las denuncias correspondientes, y donde se han presentado las evidencias probatorias de los crímenes perpetrados. Y, más aún, porque ha sido precisamente aquí donde los jueces han sido capaces de actuar con la suficiente independencia y resolución, incluso venciendo graves presiones adversas, internas y externas.
Por añadidura, la justicia española, al igual que la británica y la de los países antes citados, no se encuentra maniatada por esa serie de ataduras que tan dramáticamente traban a la chilena a la hora de enfrentarse a algo tan traumático y tan inaudito en Chile como un juicio al general Augusto Pinochet. Por supuesto -nadie lo niega-, la justicia chilena sería sin duda la más adecuada, la más natural, la más obligada y la más directamente competente para enjuiciar a su propio ex dictador, si no fuera por esa serie de factores -no ya condicionantes, sino determinantes- que imposibilitan una actuación judicial dotada del mínimo grado exigible de independencia y efectividad. Ante tal imposibilidad, y a falta de esa ya citada instancia judicial de ámbito internacional, sólo se vislumbra una forma efectiva de juzgar al general: los tribunales europeos que han reclamado su extradición.
Reconocemos -más aún, proclamamos- que incluso aquellos que pisotearon brutalmente todas las consideraciones legales y humanitarias tienen derecho a ellas. Pero entre tales consideraciones y garantías no debe incluirse en absoluto la evitación de un juicio justo en España o en cualquiera de los otros países cuyos jueces reclaman al general. En cambio sí deben otorgársele otras consideraciones y garantías de importancia fundamental, y que él negó sistemáticamente a sus víctimas: el asegurar al acusado un correcto trato y un pleno derecho de defensa en juicio, así como las posibles medidas de clemencia penitenciaria -una vez dictada sentencia firme- para aquellos condenados que ya superan una determinada edad. Éstas, y no otras, son las únicas consideraciones, humanitarias y legales -no precisamente insignificantes-, que los tribunales de justicia de los países civilizados pueden y deben otorgar a un -aunque todavía legalmente presunto- delincuente internacional como Pinochet.
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