Bernardo Atxaga
Cuando Bernardo Atxaga publicó en los años setenta sus primer trabajo literario en la Antología de escritores vascos en euskera, el asunto pudo parecer sumido en la cotidiana publicación, a mitad de camino entre el talento literario y la conformidad lingüística. Por ejemplo, pocos sabían que su firma era el seudónimo de José Irazu Garmendia, nacido en 1951 en Asteasu, un pueblo guipuzcoano de la Euskadi profunda. Cuando Bernardo Atxaga (muchos seguían sin tener noticias de José), publicó Obabakoak (Los de Obaba), se enfrentaba como siempre a la difícil tarear de superar la barrera del sonido que amortigua la lengua. El estruendo fue tan sonado como sonoro. De José Irazu ya no quedó rastro en la biografía literaria, supeditado a su nueva recreación, Bernardo Atxaga, el escritor que obtenía el premio nacional de Literatura, el premio Euskadi y el Prix Millepages. Premios que venían a traducir la impronta de un autor que había conseguido ya recorrer el largo camino desde las estanterías a los escaparates de las librerías, y desde éstos a las mesillas de noche de las alcobas. Cabía pensar que, conociendo su origen y partiendo de la recreación de un pueblo mitológico, la Euskadi profunda surgiera de aquellas páginas magistrales. Y sin embargo, Atxaga, en esa y en todas sus obras posteriores, sugiere otra Euskadi en la que es dificil imaginar personajes arquetípicos del ruralismo o el gaborabakismo al uso. Atxaga combina lo urbano y lo rural sin que de ellos se desprenda tópico alguno que no provenga de la biografía natural de los personajes, como en el caso de las indagaciones en la psicología del terrorismo (Caso de El hombre solo). Atxaga se ha convertido en un autor cotidiano, que comparte el día a día con el lector de sus libros, con el oyente de las letras de canciones que escribió para Ruper Ordorika (por ejemplo), con los relatos que aparecen en los diarios y revistas, con los cuentos infantiles que le han convertido, estadística y realmente, en uno de los autores que mejor conocen los lectores más jóvenes, con los degustadores de poesía (quizá quienes primero le conocieron), con los espectadores de los teatros o, sencillamente, con el público de los recitales que se enredan en la magia de esos textos que transitan desde la historia de la cebolla hasta el fin del mundo. Lo prolífico ha tenido en literatura, generalmente, mala prensa, en una habitual confusión con lo prolijo. Y sin embargo Atxaga, como tantos otros, demuestra cada día que la literatura es además de una profesión con sus exigencias, un estado vivencial permanente que reclama la investigación constante, la búsqueda infatigable. No constan más fronteras que las que la calidad impone en el ámbito literario de decisión. Bernardo Atxaga comparte con tantos de nosotros el culto a aquella selección polaca del Mundial de España a la que homenajea en El hombre solo (Deyna, Kasperzac, Lato, Gadocha, Boniek y compañía), en desagravio a la decepción que sufrimos tras su eliminación en semifinales. Mirada interior No sólo hay investigación en la función secundaria de la concentración de los polacos en el hotel de autos donde transcurre la acción del libro. Hay algo más: conocimiento, vivencias y una cierta devoción por recuperar aquel instante y concederle el protagonismo que el arte en libertad, representado futbolísticamente por los jugadores polacos, merece. Atxaga no esconde su interés desapasionado por el apasionante espectáculo del fútbol, ni su apasionado interés por el descorazonador día después de los militantes de ETA. Le interesa el tránsito interior y ha sido capaz de otorgar un pulso singular y literario a un género demasiado convulso, demasiado tópico. Los suyos son ex violentos que miran en su interior, muy alejados de análisis iracundos; transeuntes de un mundo demasiado grande que han querido encerrar en un campo demasiado pequeño. Y sus libros, sus relatos sobre esa parte de la vida, recogen ese fluido personal (ciertamente atormentado) sin invadir, ni anular, lo que pretenden ser, un argumento literario. Antes y después de Obabakoak, Bernardo Atxaga sigue siendo ese hombre callado que mira y escribe, el hombre solo rodeado de lectores, espectadores, oyentes y demás asuntos cotidianos.
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